La verdadera historia de Cibeles | OneFootball

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La Galerna

·13. Mai 2024

La verdadera historia de Cibeles

Artikelbild:La verdadera historia de Cibeles

Buenos días. El Real Madrid celebró durante toda la mañana de ayer (y parte de la tarde, que estaba celosa) el título de liga número 36 de la historia blanca. Los fastos sirvieron también para que tanto la presidenta de la Comunidad como el alcalde, pero sobre todo las hordas blancas congregadas en torno a Cibeles, insuflaran sus ánimos a la plantilla de cara a la gran cita del 1 de junio en Wembley.

Tenéis en La Galerna la exhaustiva crónica de Genaro Desailly, así como el descacharrante "Mira, chato" de Tomás Guasch de cada lunes, que en este caso aboga por dar descanso a la diosa con una alternativa interesante como contexto celebratorio.


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Cada vez que se produce un encuentro madridista en Cibeles (es decir, con harta frecuencia), este viejo y humilde portanalista recuerda a Aurelio.

Aurelio era el portero que solía hacer el turno de noche en la casa de mis padres, donde aún vivía yo como buen treintañero español. Los viernes y sábados por la noche llegaba yo de madrugada, invariablemente etílico, y Aurelio me detenía en el portal a fin, con buen criterio, de evitar que yo subiera en semejante estado, despertara a mí madre chocando con todos los muebles y diera un disgusto a la pobre mujer, quien sin duda me reprendería.

—¿Tú crees que puedes llegar en este estado?

Cito palabras de Aurelio, no de mi madre. Aurelio me evitaba así la bronca materna, pero a cambio tenía que aguantar la suya propia, que me afeaba agriamente mi embriaguez.

—A tu edad. Parece mentira. Anda, pasa a la garita, que te doy un poco de café del termo y hacemos tiempo hasta que se te pase.

En la garita, Aurelio y yo repasábamos juntos la prensa del día, tarea concienzuda en la que invertíamos no menos de una hora u hora y media. Yo no estaba del todo de acuerdo con la necesidad de obrar de este modo, pero tampoco tenía fuerzas ni legitimidad moral para negarme a cumplir su voluntad. Aurelio abría el periódico y, aunque sabía que a duras penas podía yo articular palabra, me obligaba a emitir algún juicio de valor sobre al menos una noticia de cada sección del periódico. Pensaba que con eso y el café de su termo se despejaría mí mente. No sé hasta qué punto atinaba en esa idea.

—Mira, Corcuera.

—Qué tío tan bruto —respondía yo, con la mente emborronada por el alcohol y anticipando con fervor la cama.

—¿Le conoces?

Aurelio tenía una ingenuidad que ahora, retrospectivamente, me resulta deliciosa, aunque entonces desaprobara sus denuedos en pos de mi sobriedad. Iba pasando las páginas, entreteniéndose con especial morosidad en las páginas de cultura y espectáculos, por lo que fuera.

Una noche, Aurelio me metió en la garita de manera especialmente enérgica. El Madrid había ganado algo gordo, no recuerdo qué, y yo llevaba un par de días de celebración continuada. El pedo era estratosférico y acumulativo.  Aurelio me sentó junto a él como ya era costumbre, me dio café de su termo y, hojeando El Mundo, topó con las fotos de la celebración en Cibeles, que calculo habría tenido lugar la víspera.

—Oye —inquirió, visiblemente interesado—, tú que eres universitario a lo mejor sabes esto. Cibeles ¿quién fue? Porque Neptuno sí. Neptuno sabemos todos que fue un personaje histórico, un rey muy importante en las guerras que fueran y tal. Pero Cibeles ¿quién fue? ¿Tú lo sabes?

Comprendí que aquella era mi oportunidad de lograr irme a la cama, y a pesar de mi deplorable condición azucé mis sentidos en pos de una buena historia.

—El verdadero nombre de Cibeles —declamé, seguro que con lengua resbaladiza— fue Aurora Méndez Porras. Se hacía llamar Cibeles en castiza metonimia, ya que tal era el nombre de su empresa, cuya explicación es debatida aún por los historiadores. Estamos hablando aquí de una auténtica pionera de las mujeres emprendedoras en la capital, allá por los años 20 y 30. Su compañía de servicios de coche de caballos lideraba el sector del transporte público en la villa y corte. Ella misma, según cuentan las crónicas, se hacía cargo de la conducción del vehículo, fustigando con su látigo a los cuadrúpedos y recogiendo cada noche de sábado "las migajas de las juergas", según rezan las crónicas matritenses.

—O sea, en aquellos tiempos tú habrías sido un gran cliente —apostilló Aurelio.

—El caso —proseguí, ignorando su puya—, es que a mediados de los años treinta el negocio de la empresa Cibeles, o sea, el negocio de Aurora Méndez Pérez...

—Porras —me corrigió Aurelio.

—Eso, Porras. El negocio de Aurora empezó a declinar por mor de la pujanza de los nuevos vehículos de tracción mecánica. El sector de los coches de caballos entró en franca crisis, pero Aurora se resistía a aceptar el signo de los tiempos y asumir la bancarrota. "¿Qué puedo hacer?", pensaba. "¿Cómo puedo seguir ofreciendo al cliente un servicio que le dé un valor añadido, más allá de la ordinariez de los nuevos coches esos con motor y gasolina?". Y tuvo una idea genial.

—¿Qué idea? —me preguntó Aurelio, en el brillo de cuyos ojos fascinados quise intuir un incipiente deseo de dejarme ir a la cama.

—Visto que los caballos no ejercían ya gran poder de atracción para los clientes, optó por probar con animales más exóticos que estimularan el espíritu aventurero de los madrileños. Así, llegó a un acuerdo con el zoológico de Madrid para que los viernes y sábados por la noche le cediese dos leones, los más cascados, para ceñirlos a su carruaje y ofrecer a los borrachos de Chamberí y Argüelles la posibilidad de un traslado a sus casas que les situaran en la duda de hallarse en un eventual delirium tremens, objetivo etílico muy de moda en la capital durante la Segunda República. A cambio, Cibeles llevaría, pegada a la puerta del carruaje, un anuncio que rezaba "Visite el zoo". Los nombres de los leones eran Chotis y Madriles. Los historiadores afirman que los leones de la estatua son fiel retrato de la apariencia de ambos. No así en el caso de Aurora. Parece que la Aurora real estaba un poco más entrada en años y kilos que su efigie, lo que no le impedía ser muy popular entre los lugareños.

—Y ¿tuvo éxito con este cambio en el negocio?

—Digamos que le funcionó durante un tiempo. Se convirtió en un negocio boutique, digamos, un servicio de lujo para borrachos VIP,  pero claro, habría que hablar de los precios. Los bolsillos de los potenciales clientes, a ciertas horas de la madrugada...

—Como por ejemplo las horas a las que vienes tú...

Decidí volver a hacer caso omiso de su nuevo ataque sarcástico.

—Los clientes ya habían invertido demasiado en vino como para pagar los emolumentos asignados a traslado tan exclusivo, y la cosa decayó. A fin de atraer a clientes futboleros, Aurora contrató a Ciriaco y Quincoces para que ejercieran de copilotos, ayudando a subir borrachos al carruaje, pero ni por esas. Ciriaco, Quincoces y leones. Vaya oferta, ¿no? Pero, cuando el plan de negocio no es sólido, la cosa no va bien. Luego ya estalló la guerra, y el negocio de Cibeles no fue el único en irse a la mierda, como sabrás.

Se hizo una pausa. Aurelio me miró con lo que interpreté como el gesto de alguien atravesado por la revelación de un fraude, aunque fue muy sutil. Emitió un inquietante suspiro cuajado de astucia, merced al cual supe que no me sería dado llegar al anhelado catre hasta bien entrada la aurora (precisamente). Aurelio me sirvió un poco más de café del termo, me agarró el hombro, me miró a los ojos con una sonrisa aterradora y murmuró:

—Anda, toma un poco más de café.

Luego dobló El Mundo, lo echó a un lado de su mesa y del cajón extrajo la prensa cataculé, para que la comentásemos también.

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