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La Galerna

·10 de outubro de 2023

El tercer anfiteatro

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El camino de la fe me lo enseñó Carlos. Porque, que Dios me perdone, Dios es Blanco. Y a las pruebas me remito. Citaré algunas a modo de ejemplo, pero hay multitud. La Sagrada Forma es de color blanco, los niños van de blanco en su primera comunión, el maná que recibieron del cielo los antiguos israelitas en Egipto era de color blanco y el Papa va de blanco.

Volvamos a Carlos. Mis padres se acababan de mudar a la calle Condes del Val, muy cerca de la catedral que, por mucho que se empeñen los bilbaínos, está en Chamartín. Yo era un mocoso de cinco años, bastante tímido y retraído. Era un edificio de pisos que tenía en los bajos un patio de cemento y una pared. Allí donde casi siempre comienza el fútbol.


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Carlos fue mi primer amigo. El que me invitó a jugar al balón en ese suelo de cemento con la portería pintada en la pared de ladrillo con tiza, como Dios manda.

Era casi una blasfemia vivir a 500 metros del estadio y no profesar la única religión verdadera.

Charly que era un avanzado para la época, ejerció de misionero seglar y al poco tiempo de conocernos me llevó a su habitación y me enseñó su tesoro: un balón de la época en pentágonos blancos y negros. En cada uno de los blancos estaban las firmas de los jugadores de la plantilla de la temporada 1969/1970. Quedé fascinado. El no va más, no tengo palabras para definir ese momento de éxtasis divina. Fue el momento de mi consagración, donde tomé los hábitos blancos para siempre.

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Es un clásico que en cualquier pandilla de amigotes siempre haya un líder. Si no que se lo digan a Bellingham en los momentos actuales. Charly era el que encarnaba ese papel protagonista en nuestra minipandilla y por lo tanto en él recaía la responsabilidad de las ocurrencias y las iniciativas.

En esa época no había televisiones en color. Se retransmitía un solo partido a la semana los domingos por la noche en blanco y negro. En ese color vivimos ganar a Massiel la deseada Eurovisión del La, la, la y al Madrid la Copa de Europa de los Ye-yés.

El mítico TERCER ANFITEATRO del Bernabéu iba a ser durante años mi tierra santa de fin de semana

Me acuerdo cuando mi compadre me propuso ir por primera vez a un partido al Bernabéu. Por supuesto, no era para verlo dentro porque ni teníamos edad ni dinero para adquirir una localidad. La treta era la siguiente: llegaríamos sobre el descanso a una de la puertas del estadio. En aquella época, desde el exterior de alguna de las puertas de acceso se podía tener la visión de una parte del césped. Ya solamente la posibilidad de ver una minúscula parcelita EN COLOR del verde del terreno de juego era la bomba de jalisco. Tengo muy grabada en mi memoria de niño la primera vez que tuve esa divina visión. Pero como os podéis imaginar el plan era mucho más ambicioso. Se trataba de, ante el mínimo despiste del portero de turno —y no me refiero a García Remón—, colarnos descaradamente al interior del recinto para ver la segunda parte. Por supuesto no lo conseguimos las primeras veces, pero como la persistencia es la madre de la ciencia, fuimos aprendiendo y dominando la técnica, como le ha pasado a Vinicius, y conseguimos hacerlo en algunas ocasiones, a veces en el  descanso y otras cuando quedaban 15 o 10 minutos para el final, en estos casos con la aquiescencia del cancerbero del acceso.

Una vez recibida la primera comunión, como inocentes raterillos urbanos, pasado pocos años y algo mas hechos, Charly, una vez más emprendedor, convenció a sus padres para que le dieran dinero para asistir a su primer partido. También les convenció para que hablaran con los míos y que soltaran las 25 pesetas de vellón de la época que costaba la localidad más barata, el mítico TERCER ANFITEATRO, que iba a ser durante años mi tierra santa de fin de semana.

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El tercer anfiteatro era una localidad de pie, la más alta del estadio en esos momentos. Acudíamos dos horas antes de comenzar los partidos, que por lo general eran a las 5 de la tarde, hora torera y futbolera. Nuestras madres nos preparaban los bocatas, el de Charly era de chorizo de Soria y el mío de Pamplona. Nos compraron unas cantimploras, la mía estaba recubierta de tela color caqui, como si de un boina verde se tratase. Nuestro objetivo de acudir con tanta antelación era situarnos en primera línea, justamente pegados a la verja blanca que delimitaba el tercer anfiteatro de la plebe del segundo anfiteatro de los burgueses. De esa forma, como éramos bajitos por la edad, podíamos ver las hazañas de nuestros ídolos sin miedo a ser tapados por los más altos.

Me acuerdo de un partido contra el Rayo Vallecano. La afición rival siempre se ponía en el tercer anfiteatro. Era un día de lluvia. Llegamos los primeros, como siempre, y pertrechados con paraguas. Al poco de comenzar el partido, la afición rival nos conminó de no muy buenas maneras a bajar los paraguas porque no veían el partido. No convenía enfadarse con los rivales, y menos dos niños contra 50. Nos empapamos de órdago a la grande. Nuestra venganza fue una victoria sin paliativos, 5-2.

Nuestro primer ídolo fue Pirri, al que sucedió D. Carlos Alonso Santillana. Yo fui más de Miguel Ángel que de García Remón. Siempre idolatré a Stielike. Del Bosque tenía una clase descomunal, aunque fuera lento de desplazamiento. Juanito se metió desde el primer momento al Bernabéu en el bolsillo por su genio y figura. Roberto Martínez, Pipi Calzaslargas, como le denominó Héctor del Mar, en cambio, a pesar de rendir, nunca llego a enamorar al coliseum por su aspecto desgarbado como un don Quijote de la época, aunque a nosotros nos hacía gracia. Me dejo cientos, ya lo sé, pero estos fueros especiales para mí.

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En el tercer anfiteatro vivimos también los míticos trofeos Santiago Bernabéu de verano. En las primeras cuatro ediciones sólo ganamos uno. El nivel era muy alto porque venían los mejores equipos. A partir de la quinta edición, el Madrid, como siempre, recuperó el terreno perdido y comenzó la remontada, encadenando tres títulos consecutivos hasta completar 28 entorchados. Qué mejor plan que retomar el curso desde nuestro mítico tercer anfiteatro y con unos buenos bocatas.

Charly siegue siendo mi amigo, mi mejor amigo, 50 años después. Le debo mi fe y haberme dado la oportunidad de disfrutar de su amistad y de ser aficionado del mejor equipo del mundo.

Getty Images.

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