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Orgullo Rojo

·19 dicembre 2024

El último viaje

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El cigarrillo siempre estuvo en su vida. Al salir del colegio, en el laburo, en los almuerzos de domingo. Hasta en el transporte público, cuando todavía se podía fumar ahí. Yo le decía que lo largara, pero Fabián siempre me respondía lo mismo: "De algo hay que morir, hermano". Lo que nunca imaginé es que esa frase se iba a convertir en una sentencia tan literal.

Cuando le dieron el diagnóstico, no hizo ni un escándalo. No era de esos que lloran frente al médico ni que andan buscando lástima. Simplemente llegó, me miró con cara seria y me lo dijo:


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-Me quedan unos meses, Tanito, nada más.

Me quedé mudo. Intenté preguntarle, buscarle explicaciones, pero él cortó cualquier intento de charla con un gesto. Era así, Fabián. No le gustaban las vueltas. Lo único que dijo fue:

-Pero no me pienso ir sin ver al Rojo campeón.

A Fabián le quedaban pocas cosas por decir y menos por hacer. El médico había sido claro, aunque uno nunca está listo para esas noticias. Cáncer de pulmón, terminal. Una condena escrita en la caja de cigarrillos que siempre ignoró. Pero Fabián, testarudo como pocos, no pensaba en morirse ya. No todavía. Había algo que lo mantenía vivo. Algo que nunca decía en voz alta pero que se le notaba en los ojos cada vez que veía al Rojo jugar.

-Ya te había dicho que tengo que verlo de nuevo campeón, ¿no? -me soltó un día, así, sin anestesia, mientras mirábamos un partido en mi casa.

-¿Qué decís, boludo? Si estos no ganan ni en el entrenamiento -le respondí, medio en broma, medio porque era la verdad.

Pero él no se rió. Se quedó mirando la tele, con la camiseta del '84 bien puesta, como si fuera una cábala. Como si él, sentado en mi sillón, pudiera cambiar el destino de un equipo que hacía añares que no encontraba el rumbo. Llevábamos largo tiempo navegando en la mediocridad, sin títulos, sin nada que nos devolviera la ilusión. Pero Fabián estaba decidido. Como si su vida dependiera de eso.

Y ahí me cayó la ficha. No era un chiste. Fabián quería ver al Rojo campeón antes de irse. Y no de cualquier manera. Soñaba con algo grande, algo épico, algo que pudiera contarle al Pato Pastoriza en el cielo.

Independiente fue superando partido a partido instancias de la copa Sudamericana y un día en el que estábamos mirando la semifinal contra Libertad, me miró con esa cara de "vos ya sabés lo que tenés que hacer".

-Estás loco, Fabián. No podés ni caminar dos cuadras sin toser -le dije.

-Pero puedo viajar en avión -me respondió, con una sonrisa pícara.

Ganamos el primer partido de ida en Avellaneda y celebramos hasta las 3 de la mañana. Esa madrugada caminando por Wilde, Fabián sacó de su billetera una foto de los dos con Trossero en el Playón de la cancha, año 84, en que fuimos campeones de la Libertadores y la Intercontinental. Sonrió, me miró y soltó:

-Vamos a Brasil.

Lo miré como si estuviera loco.

-¿Qué decís, Fabián? No podés ni subir las escaleras de tu casa y querés ir al Maracaná.

-Por eso mismo, boludo. Es ahora o nunca.

No había forma de discutirle. Cuando Fabi se ponía algo en la cabeza, no había cáncer que lo frenara. Así fue como terminé comprando dos pasajes a Río. Cuando le di el ticket, me abrazó como si fuera el gol de Percudani al Liverpool.

Nos subimos al avión con una bandera gigante que decía "El Rey de América". En el aeropuerto, nos miraban como si fuéramos dos ilusos, pero a nosotros nos daba igual. Ese viaje no era solo por el partido; era por algo más grande. Era la despedida de dos mejores amigos, aunque él no quería pensar jamás en eso, aunque él nunca asumiría la muerte en voz alta.

Por momentos me olvidaba de todo y lo veía feliz, como cuando éramos pibes y nos escapábamos de casa para ir a la vieja Doble Visera. Pero después lo miraba dormido, con esa respiración entrecortada, y me acordaba de que estábamos corriendo contra el reloj.

El día del partido llegamos al Maracaná temprano, Fabián estaba como un nene. No paraba de recordarme las hazañas, de las paredes que tiraban Bochini y Bertoni, de las noches de copa, de cómo el Rojo era un gigante dormido que esa noche iba a despertar.

El partido fue una montaña rusa. En los primeros minutos del primer tiempo los brasileros estaban confiadisimos de dar vuelta el resultado de ida y llevarse la copa. La ilusión de ellos se agrando cuando un gol de Lucas Paquetá los puso en ventaja 1 a 0. Fabián miraba el partido nervioso, masticando el aire como si eso pudiera ayudar.

Pero la alegría de ellos duró poco, ya que diez minutos después, Barquito pidió la pelota y clavó, de penal, el gol para Independiente. Nos abrazamos como si hubiéramos ganado el Mundial.

Lagrimeaba de a ratos, pero no me lo quería admitir, decía que era una "alergia al clima". En los minutos finales vimos a nuestro equipo dominando el partido, con la pelota en el piso, el pecho inflado y la confianza de un campeón. Lo miré a Fabián y le vi la sonrisa más grande que le había visto en años.

-Gracias, hermano -me dijo, con los ojos brillantes, mientras levantaba la bandera.

Cuando el árbitro pitó el final, no hubo palabras. Nos quedamos abrazados, esta vez llorando. Alrededor nuestro, los brasileros nos miraban como si estuviéramos totalmente locos, pero nos daba igual. Esa noche, el Rojo no solo ganó una copa. Esa noche, Fabián ganó su final.

Volvimos a Buenos Aires campeones y con el corazón lleno. Fabián estaba muy cansado, pero feliz. Durante semanas no habló de otra cosa. Repetía la historia una y otra vez, como si quisiera que nadie la olvidara.

Un par de meses después, ya no pudo más. Lo fui a ver al hospital en sus últimos días. Estaba flaco, pálido, casi irreconocible. Pero cuando le hablé del partido, su sonrisa volvió por un instante.

-Gracias por llevarme, hermano -me dijo con un hilo de voz.

Horas después, se quedó dormido y no se despertó. En el velorio, el cura dijo que Fabián había tenido una vida corta, pero llena de pasión. Y yo pensé en esa noche en el Maracaná, en su sonrisa, en su mirada, en su abrazo. En cómo, por 90 minutos, habíamos derrotado al tiempo. Sabía que, aunque el cáncer le ganó la batalla, él se fue invicto. Porque en esa noche, Fabián vivió su propia gloria.

Querido amigo, cada vez que el Rojo juega de local, llevo siempre conmigo a la cancha tu bandera. La misma que llevamos a Brasil. No sé si andas por ahí, mirándonos desde arriba, pero quiero pensar que sí. Quiero pensar que seguis alentando al lado nuestro. Al menos eso le digo a Ezequiel, mi hijo de siete años, cuando le muestro nuestra foto del 84 y contemplo tu sonrisa, que nunca se apagó.

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