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La Galerna

·15 November 2024

Cuando el fútbol era barro

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Noviembre y las lluvias. Vestíamos de blanco siempre el día de temporal. El logotipo de Teka. O tal vez Zanussi. Drenaban con pereza aquellos campos. Cielos de ceniza y cámaras que con gran dificultad captaban los brillos y matices. O tal vez eran nuestras televisiones las que lo envolvían todo en penumbra. Fútbol a ciegas. Fútbol de ayer. La diagonal del diluvio en primer plano. La gran ducha de los veintidós. Balones divididos en cada charco. Balsa, incertidumbre y miseria. Tobillos de hierro. Aquellos tipos no se lesionaban fácilmente.

Cada centro, una aventura. Todo podía ocurrir. Resbalaban los defensas. Caían los porteros. El fútbol era de los delanteros audaces, los inteligentes, los que sabían calcular la fuerza del agua y, en la jugada, dejaban pasar el tiempo, porque contaban con el peso muerto repentino del esférico agarrado con las uñas al barro. Eso tumbaba a todos los defensas de un solo golpe. Eran los días en que, para jugar al fútbol, antes que deportista había que ser zorro.


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Fútbol a ciegas. Fútbol de ayer. La diagonal del diluvio en primer plano. La gran ducha de los veintidós. Balones divididos en cada charco. Balsa, incertidumbre y miseria. Tobillos de hierro

Estaba la increíble habilidad de algunos para regresar al vestuario impolutos, aunque hubieran hecho un gran partido. Pienso en Laudrup, aquel Prosinecki, Schuster, o incluso Alkorta. Niños de Primera Comunión incluso en plena pocilga. Y estaba la increíble habilidad de otros para regresar como si hubieran sobrevivido a Vietnam unos minutos antes. Incluso los días en que no había barro. Tú también estás pensando en Gordillo, en Amavisca, y en Míchel. Tipos que si no llegaban con la camiseta hecha jirones es que no habían jugado.

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A veces era solo un rato de aguacero. No hacía falta más. Veinte minutos lloviendo y aquellos campos se volvían patatales. Los jugadores de hoy saldrían espantados, corriendo hacia el vestuario, por miedo a romperse como cristal de Bohemia. Hoy la máxima siempre se cumple: campo blando e irregular, lesiones por doquier. Pero allí donde el talento se volvía inútil, salía el pundonor, la picardía, la rabia, y muchas otras virtudes del fútbol de antaño, que el Real Madrid ha sabido preservar a lo largo de su historia, y exhibirlas hoy también si es necesario, aunque los campos rara vez parezcan melonares, pero más de una vez nos hemos visto, en los últimos años, jugando en medio de una guerra mundial, con todo en contra menos el tiempo.

Allí donde el talento se volvía inútil, salía el pundonor, la picardía, la rabia, y muchas otras virtudes del fútbol de antaño, que el Real Madrid ha sabido preservar a lo largo de su historia, y exhibirlas hoy también si es necesario

Los primeros planos, la cámara empañada, el técnico de televisión limpiando con el trapo entre jugada y jugada. Porteros con la cara marrón. Punto de penalti desnudo. Una lengua negra desde el portero hasta la frontal del área. Festival de paraguas negros en el graderío. ¿Solo había paragua enlutados en los 90? Aullaban las aficiones, por no morir de frio, o de humedad. Tierra y cal en el verde, cada instante menos verde. Y Buyo frotándose los ojos bajo el aguacero, sintiéndose como en nuestra tierra gallega, dispuesto a chapotear en el barro si es necesario.

Circulaban sin descanso las tarjetas, rojas y amarillas, porque no había manera de medir la entrada. Te lanzabas en el medio del campo con ímpetu, pero con visible inocencia, y el barro te hacía dejar sin dientes a medio banquillo, un millón de metros más allá, entrando con los tacos por delante a media altura, como bola entre los bolos en bolera de pueblo. Parte del reto estaba en saltar la entrada. Butragueño era un experto en el salto, sobre todo después de picársela al portero, cuando brincaba una décima de segundo antes de que le amputaran el tobillo.

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Y si había riesgo de inundación, si el agua entraba a borbotones por los vestuarios, el árbitro levantaba los bracitos, y todos para dentro hasta nuevo aviso. Maldita incertidumbre de aquellos primeros partidos del fútbol televisado, cuando si no era un conejo suelto, una gallina, o una lluvia de bengalas, era un relámpago que fundía focos, o el chaparrón apocalíptico inesperado, lo que te cambiaba de golpe la tarde de fútbol y palomitas, y te dejaba como un idiota, como quien cambia un Real Madrid-Milán de entonces por la carta de ajuste.

los diseñadores de videojuegos empezaron intentando imitar los estadios reales, y ahora son los diseñadores de estadios y cuidadores de césped los que intentan imitar la pureza y perfección de los de los videojuegos

Hoy todo es tan perfecto como en un videojuego. Tiene gracia que los diseñadores de juegos empezaron intentando imitar los estadios reales, y ahora son los diseñadores de estadios y cuidadores de césped los que intentan imitar la pureza y perfección de los de los videojuegos. El campo casi nunca es un problema ya, salvando dos o tres días al año en que la lluvia, el granizo, o la nieve, roban el protagonismo al fútbol moderno convencional. En la evolución de las cosas gana el fútbol, el fútbol en sí, pero pierde algo de corazón, algo de pasión, algo de dolor. Si sentíamos más cercanos a aquellos futbolistas, a los que veíamos mucho más lejos y mucho menos que a los de ahora, es porque podíamos imaginar su corazón latiendo a mil bajo la inmensa granizada, de barro hasta las orejas, driblando a rivales imposibles a los que apenas veía, y encarando la portería con una sola certeza: lanzar a gol en esas circunstancias era medio gol.

Discúlpenme el paréntesis cebolleta, pero… ¡Qué tiempos los de aquellas lluvias!

Getty Images.

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