La Galerna
·13 décembre 2024
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Desde que tengo memoria, la música de The Beatles y de Paul McCartney ha sido una constante en mi vida. Nací en 1976, justo cuando los ecos de la música de los Fab Four se habían apagado en las radios, aunque ya habían marcado para siempre a generaciones enteras. Mis primeros recuerdos musicales están acompañados por melodías tan distintas como "From me to you" y "Let It Be". Yo era un elemento extraño, por supuesto. En la banda sonora de la vida de mis coetáneos generacionales no estaban estas canciones. Mi hermana y yo las descubrimos casi por casualidad, y luego dedicamos muchas energías a buscar cintas de casete que pudiéramos copiar. Comprar originales ni se contemplaba. Por eso los fuimos descubriendo poco a poco, según conseguíamos una grabación de algún vecino o conocido. Cada vez que íbamos al centro de Madrid, nos perdíamos en la tienda Madrid Rock, mirando las colecciones de The Beatles como quien mira una tarta de chocolate desde el escaparate de una pastelería. Con el tiempo, esa admiración se transformó en algo mucho más profundo: un amor eterno por la música de Paul, quien para mí siempre fue más que un músico; era un genio, un icono y un faro de inspiración.
El 2 de noviembre de 1989 fue un día especial. Ese día, Paul McCartney daba un concierto en Madrid, en el Palacio de Deportes de la Comunidad. Un Beatle, el Beatle vivo por excelencia, en España. Y en Madrid. No se veía a un Beatle actuar en España desde julio de 1965, cuando tocaron en Las Ventas y en La Monumental en días consecutivos. Como nos pasa a todos con los años que transcurrieron de forma previa a nuestro nacimiento, 1965 para mí era la prehistoria. Habían pasado 24 años y 4 meses. Una eternidad para cualquiera, pero más que eso para un niño de 12 años. La noticia recorrió los medios, pero tampoco es que tuviera tanta trascendencia. Incluso, percibía una inexplicable indiferencia. Quizá muchos, por aquel entonces, no habían entendido el mito. Yo, sin embargo, sí lo entendía. Y hubiera dado todo por asistir a aquel concierto. Sin embargo, en la vida las cosas no son como uno quiere.
Ese mismo año, mi otra gran pasión también estaba en juego: el fútbol y, en particular, el Real Madrid. Mi familia no tenía una economía desahogada, y asistir a un partido en el Santiago Bernabéu era un lujo al que sólo podíamos acceder con gran esfuerzo. En 1989, creo que a principios de año, mi padre logró llevarme por segunda vez al estadio para ver al Real Madrid. Fue un día inolvidable. El ambiente, ese césped tan verde, casi fluorescente, la magia del fútbol en vivo… Todo quedó grabado en mi memoria. Pero ese esfuerzo tuvo un coste: cuando se anunció el concierto de Paul McCartney, mis padres me dijeron que no podía ir. Mi cuota de gastos extraordinarios ya estaba rebasada para un buen tiempo, y otra excepción no iba a ser posible. Además, tenía 12 años. “Ya tendría tiempo”.
Recuerdo perfectamente cómo me sentí. La decepción fue profunda, como si una parte de mí se rompiera. No se trataba de rabia contra mis padres; era simplemente pena de mí mismo. Para agravar la situación, mi hermana, a quien no le interesaba el fútbol, sí pudo asistir al concierto. Mientras yo imaginaba a Paul cantando "This one" (del disco que presentaba por aquel entonces) o "Yesterday" en un escenario que apenas podía visualizar, mi hermana volvía a casa con historias que parecían sacadas de un sueño. Digamos que he tenido noches mejores que aquella. Esa espina se me quedó clavada durante muchos años. Porque, con esa edad, uno nunca piensa en las segundas oportunidades. Piensa que, si tuvieron que pasar 24 años para que Paul volviera a España, ahora harían falta otros 24, con lo que una simple operación aritmética me colocaba viendo a Paul con 36. Un viejo.
Con el tiempo, con no tanto tiempo, la vida me dio oportunidades para reconciliarme parcialmente con ese sueño frustrado. A lo largo de los años, asistí a varios conciertos de Paul McCartney: dos de ellos en Madrid. Cada uno fue una experiencia única y emocionante, pero aquel concierto del 89 no pudo nunca marcharse del todo de mi cabeza: ninguno de esos conciertos a los que asistí tuvo lugar en el Palacio de Deportes. Era como si aquel capítulo inconcluso de mi niñez siguiera esperando su momento.
El 10 de diciembre de 2024, exactamente 35 años, un mes y 8 días después de aquel acontecimiento, ese momento llegó. Con 82 años y en lo que seguramente sea su última gira, Paul McCartney volvió a Madrid. Y no solo eso: el concierto se celebraría en el Palacio de Deportes (ahora Wizink Center por los avatares de los tiempos). Esta vez no habría nada que pudiera detenerme, más allá del “pequeño” engorro de conseguir entradas. Y, mejor aún: las circunstancias habían cambiado, y esta vez tendría el privilegio de compartir esa experiencia con dos de mis hijos. Aunque tienen 7 y 5 años, tenía claro que era una oportunidad única para ellos.
Ver a Paul McCartney en vivo es algo que desafía las palabras. Es una mezcla de nostalgia, admiración y gratitud. Pero verlo junto a mis hijos, en el mismo recinto donde una vez soñé con estar, fue algo que no tiene precio. Mientras Paul cantaba "Hey Jude" y el público coreaba al unísono, sentí que había cerrado un círculo. Era como si ese niño de 12 años que se quedó sin ver a su ídolo finalmente encontrara la paz.
Pero, además, no estuvimos solos en esta experiencia. Nos acompañó también Jesús Bengoechea, editor de La Galerna, este medio referencia del madridismo. Compartir ese momento con alguien que entiende y comparte mis dos grandes pasiones, la música y el Real Madrid, le dio un significado aún más especial a la noche. Hablamos de cómo Paul y su legado representan algo eterno, al igual que la pasión por el Madrid.
Fue mucho más que un concierto. Fue un recordatorio de cómo los sueños que una vez parecieron inalcanzables, o rotos para siempre, pueden hacerse realidad de formas inesperadas. Fue también una celebración de las conexiones que nos unen: la música, el Madrid, la familia y los amigos. Salí del Palacio de Deportes con el corazón lleno y la certeza de que algunas heridas del pasado pueden sanar cuando menos lo esperas.
Aunque no siempre, ni mucho menos, la vida a veces nos da una segunda oportunidad para cerrar esos círculos que dejamos abiertos. Ironías de la vida: en 1989 tuve que renunciar a Paul por haber visto un partido del Real Madrid. El pasado martes, renuncié a ver un partido del Real Madrid para ir al mismo concierto en el mismo lugar. Se lo debía. Me lo debía. Fue la culminación de un viaje que comenzó hace décadas, cuando un niño descubrió que en las canciones de un hombre de Liverpool podía encontrar consuelo, alegría y esperanza. Y ahora, ese niño, convertido en padre, pudo compartir ese legado con la siguiente generación y hacerles partícipes. Y también compartirlo con un gran madridista como Jesús. No podría pedir más.
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