
La Galerna
·14 de julio de 2025
Vini, vidi… ¿fue?

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Vinícius es uno de esos personajes que no admiten medias tintas. Lo amas o te enerva. No hay término medio. Su historia parece escrita por un guionista con trastorno bipolar: un relato que empieza como el clásico del patito feo —ridiculizado, impreciso, objeto de memes y de condescendencia— para transformarse, súbitamente, en un cisne blanco deslumbrante. Un cisne brasileño, eléctrico y desafiante. Pero también, con el tiempo, en un personaje devorado por sí mismo. Un jugador que, de tanto luchar contra las injusticias, las propias y las ajenas, acabó creyéndose lo que no era.
El caso Vinícius no puede entenderse sin el contexto emocional e institucional del Real Madrid. Como si su evolución fuese la parábola perfecta del club en estos años. Si hubiese vestido de azulgrana, Vinícius ya sería Balón de Oro, leyenda continental, portada de cada videojuego y sujeto de documentales lacrimógenos. Pero es jugador del Madrid, y eso, en los tiempos que corren, implica partir con desventaja en casi todos los terrenos que no sean el del césped (y aquí también). El mismo trato que sufrió Cristiano Ronaldo, otro al que si lo hubiesen parido en La Masía sería considerado el jugador total de la historia. Vinícius ha heredado ese peso. El de jugar en un club que no permite ídolos indiscutidos ni siquiera entre los suyos.
Y, sin embargo, ahí sigue. O estaba. Porque ya no sabemos qué Vinícius tenemos delante. Quizá el verdadero, quizá una sombra de sí mismo. Quizá el protagonista de un viaje del héroe en versión brasileña, con caída, ascenso, caída otra vez y redención en construcción. Para saberlo, hay que rebobinar hasta su aterrizaje.
Ya no sabemos qué Vinícius tenemos delante. Quizá el verdadero, quizá una sombra de sí mismo. Quizá el protagonista de un viaje del héroe en versión brasileña, con caída, ascenso, caída otra vez y redención en construcción
Todo empezó con esos 45 millones que el Madrid pagó al Flamengo. Un escándalo para un adolescente que ni siquiera había cumplido los 18. Hoy, por cierto, hay quien tasa a Lamine Yamal en 200 millones sin pestañear. Pero entonces, el precio convirtió a Vinícius en diana desde el primer día. Para colmo, el contexto era cruel: llegaba como supuesto relevo de Cristiano Ronaldo. Un chico de barrio en sandalias al que le pedían llenar las botas del mayor goleador de todos los tiempos. Eso no es presión, es casi crueldad institucional.
Pero antes, mucho antes de brillar, le relegaron al Castilla. Demasiado joven e inexperto para primera, decían. Y, sin embargo, en segunda B los rivales le recibieron como lo contrario, como una estrella. Se había pagado demasiado por él como para pasar desapercibido en una categoría humilde. El resultado fue presión en cada campo, entradas duras, miradas desafiantes. Incluso algún rival del eterno rival llegó a morderle la cabeza. Literalmente. Fue una travesía infernal.
Su primer tramo en el primer equipo, tras constatarse que el filial le quedaba muy pequeño, fue una mezcla desconcertante de velocidad, vértigo y decisiones erróneas. Jugaba como si cada balón fuera su última oportunidad. Proyectaba desborde, potencia y energía, pero también descontrol, ansiedad y cero gol. La prensa lo bautizó rápidamente como un jugador sin gol. El gol no se aprende, decían. Vinícius nunca marcará goles. Daba igual que tuviese 19 años y mostrase muchas de las virtudes de los grandes jugadores. No tenía gol y jamás sería una estrella. Se dijo tanto que hasta lo compraron los propios madridistas, muchos de los cuáles incluían en sus mofas nombres descalificativos como “ficticius”, “malicius”…
Y justo cuando empezaba a asomar como un jugador con desborde y peligroso, imprescindible para el equipo, llegó su lesión. Y vuelta a empezar. Pero Vinícius no se rompió. Volvió con más fuerza. Primero como actor secundario en la última etapa de Zidane. Luego como titular con Ancelotti. Y finalmente, como jugador franquicia de un equipo que lo necesitaba tanto como él necesitaba al equipo.
La consagración no llegó de golpe, sino como la niebla, poco a poco, partido a partido. Cada noche, cada estadio, cada rival sufría un regate que llevaba su firma. El fútbol europeo empezó a temblar. Vinícius era, al fin, lo que siempre prometió ser. Un atacante total, con un techo altísimo, con esa mezcla de alegría y veneno que solo tienen los brasileños tocados por la magia. El heredero legítimo. De Cristiano, de Pelé, de la samba y de la furia. Todo a la vez.
La consagración no llegó de golpe, sino como la niebla, poco a poco, partido a partido. Vinícius era, al fin, lo que siempre prometió ser. Un atacante total, con un techo altísimo, con esa mezcla de alegría y veneno que solo tienen los brasileños tocados por la magia
Y entonces ocurrió lo inevitable: los rivales comenzaron a temerle. Y sus críticos, que ya no podían cuestionar su fútbol ni su impacto, empezaron a atacar sus gestos. Cuando por fin debíamos disfrutar del mejor Vinícius, del jugador maduro y deslumbrante que había emergido de las cenizas, estalló la tormenta.
Su lucha contra el racismo, absolutamente justa y necesaria, se convirtió en arma arrojadiza. Su figura dejó de ser solo la de un futbolista para convertirse en símbolo. Y como todo símbolo, fue manipulado. Exagerado, instrumentalizado, triturado por el engranaje mediático. Vinícius pasó de jugador excepcional a sujeto político. Y ahí empezó otra historia.
Cada gesto suyo se convertía en una declaración. Cada partido, en un juicio. Cada provocación, en un editorial. De pronto, ya no era solo un extremo que desbordaba. Era una batalla cultural con espinilleras. Una guerra donde el balón era apenas una excusa.
En medio de todo aquel ruido —la consagración, el racismo, las portadas, las guerras culturales— llegó el momento clave. Su momento. La temporada que lo cambió todo. Vinícius fue el líder indiscutible del mejor equipo de Europa, ese que no solo gana, sino que impone su ley. Goleador, asistente, amenaza constante. Un doblete impecable con el Real Madrid, gol en final europea incluida, donde fue decisivo. Ya no era una promesa, ni siquiera una estrella: era una supernova. Había llegado a la cima. Y en teoría, ahora solo tocaba sentarse y contemplar el espectáculo.
Por el camino, el Balón de Oro parecía un trámite administrativo. Una formalidad para ratificar lo que ya sabíamos todos: que no había nadie mejor. Pero el trofeo fue a parar a otro. A un centrocampista sin épica ni magnetismo, un peón del consenso, elegido no por su fútbol, sino por su conveniencia contra el Real Madrid. Un galardón entregado con guantes de látex que en teoría no le parecía mal a casi nadie, pero que en el fondo hirió a todos. Y especialmente a él. Fueron decenas de puñaladas, como a Julio Cesar. No hubo un Brutus pero sí la traición del fútbol.
Ese golpe, quizás más que cualquier lesión muscular o desgarro físico, le dolió en lo invisible: en el alma del competidor. ¿Para qué competir si no podías ser oficialmente el mejor? Si no te dejaban. Desde entonces, Vinícius ha jugado como si faltara algo. Ni es el de antes, ni es otro. Corre, juega, aparece. O no… Pero ya no muerde. Ya no quema. Ha tenido algún buen partido e incluso si miras las estadísticas, destacan. Pero han sido partidos sin aura. Ha perdido esa energía que tenía, esa hambre por ser el mejor, esa capacidad para percutir una y otra vez al lateral, incansable. Ha perdido, en definitiva, esa mirada de asesino que tenía cuando quería comerse el mundo. Ahora parece solo un buen jugador. Y por momentos, ni eso. Y para quien rozó la divinidad, para quien fue el mejor de todos, es una caída a los infiernos.
el Balón de Oro parecía un trámite administrativo. Pero el trofeo fue a parar a otro. Fueron decenas de puñaladas, como a Julio Cesar. No hubo un Brutus pero sí la traición del fútbol
Y en esta niebla emocional apareció Mbappé. Llegó entre dudas, pero mientras Vinícius empezaba a desvanecerse, él comenzaba a emerger. Y con su ascenso, surgió una competencia sorda, quizás más proyectada por los focos y los titulares que por el propio vestuario. ¿Un nuevo rey? ¿El alfa definitivo? Sea como fuere, Vinícius empezó a parecer lo que nunca fue pero dijeron que era: un jugador descentrado, desorientado, fuera de foco.
Y como si, de pronto, el club ya hubiese elegido a su faro, él dejó de serlo. Dejó de pedir el balón, de hacer aspavientos para que le dieron a él la pelota. Dejó incluso de reír cuando lo intentaba y fallaba. Y dejó de ser ese Vinícius que ascendió de los infiernos al cielo.
Luego llegó el invierno deportivo. Una temporada turbia, con un equipo confundido y jugadores apagados. Una de esas campañas en las que la derrota se contagia y el desánimo se institucionaliza. Y cuando las cosas van mal, los que se llevan los aplausos también se llevan los palos. Vinícius no fue la excepción. Fue la diana perfecta.
Y después vino el Mundial de Clubes. Un escenario en teoría menor, pero cuando juegas en el Real Madrid no hay partido pequeño. Porque allí, donde debía brillar, se apagó. Su rendimiento fue plano, intrascendente, casi ausente. Lo mismo le ocurrió a Mbappé. Ambos jugaban como reyes sin reino, como figuras atrapadas en una obra sin guion. Lo que debía ser el regreso al trono de uno de los dos se convirtió en una sala de espejos. Y en uno de esos reflejos, Vinícius ya no era aquel chico que estaba a punto de reinar el fútbol. Era un jugador de 25 años que se acercaba peligrosamente a su peor versión. Incluye, más grave, a la versión que siempre dieron de él sus enemigos: un futbolista menor.
Pero todavía hay tiempo. La historia no ha terminado. Hay jugadores que a los 25 años apenas estaban tocando la puerta de su plenitud. Cristiano Ronaldo, sin ir más lejos, escribió muchos de sus capítulos más brillantes después de esa edad: sus mejores partidos, sus Balones de Oro, sus Champions, su leyenda. La edad que ahora cumple Vinícius no es el final, ni siquiera el clímax, sino —según dicen los manuales no escritos del fútbol— la antesala del prime, ese momento en que juventud y madurez se abrazan para formar a los elegidos.
¿Dónde quedó aquel Vinícius eléctrico, salvaje, que luchaba contra todos, incluso contra los suyos? ¿Dónde está ese jugador que pasó de ser un meme con botas a marcar goles dignos de leyenda, a comerse al City, al Liverpool, al mundo?
El Madrid ha fichado jugadores con esa edad como proyectos de futuro. Ha pagado fortunas por promesas con menos recorrido, menos goles, menos finales. Y, sin embargo, cuando se habla de este Vinícius, la pregunta no es qué será, sino si volverá a ser. Si está amortizado. Si fue realmente tan bueno como creímos o si todo fue una ilusión colectiva, una narración hinchada por la épica de una temporada perfecta. Incluso se desliza, sin rubor, la posibilidad de que su futuro pase por Arabia, como si se tratase de un treintañero acabado, cansado de correr y de competir, de vuelta de todo.
¿Dónde quedó aquel Vinícius eléctrico, salvaje, que luchaba contra todos, incluso contra los suyos? ¿Dónde está ese jugador que pasó de ser un meme con botas a marcar goles dignos de leyenda, a comerse al City, al Liverpool, al mundo?
¿Dónde estás Vinícius José Paixão de Oliveira Júnior?
El héroe caído puede levantarse. Por tercera vez. Porque ya cayó en sus inicios. Porque cayó tras las injustas críticas. Y volvió. Siempre volvió. Pero esta vez no bastará con un gol bonito ni con un highlight viral. Esta vez tendrá que rascar el alma, volver a prender el fuego, recuperar el hambre. Tendrá que mirar dentro y recordar no al jugador que fue, sino al que quiso ser. Y superarlo.
Esta vez tiene que levantarse contra sí mismo. Porque si no lo hace él, lo hará otro. Porque el Real Madrid no perdona. No espera. No se detiene. Y porque, en el fondo, la pregunta ya no es si Vinícius es bueno, ni siquiera si es el mejor.
La pregunta, cruda y definitiva, es otra: ¿aún queda algo del Vinícius que fue héroe?
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