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THE LAST JOURNO

·19 de abril de 2021

Un tiro al aire

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Desde que los antiguos romanos se deshicieron de sus reyes, establecieron una organización social regida fundamentalmente por una obsesión: que nadie fuera el primero, ninguna testa coronada. Nadie podía ser más importante que Roma, que la república, que el todo. Es una lección de vida, no sólo de Historia, pues como me dijeron el otro día, el cementerio está lleno de imprescindibles. El Real Madrid, que tiene la cualidad de un imperio, el mismo ethos sin duda, las mismas dinámicas internas y las mismas inercias intrahistóricas, representa como nadie esa idea romana que, en castizo, se suele traducir en eso tan lapidario de «nadie por encima de la camiseta». Ahora que Sergio Ramos está por renovar (lleva por renovar, diría, un lustro, es una historia interminable, la sensación es siempre la de estar consumiendo un folletín, cada verano es un cliffhanger de la eterna dialéctica entre los Ramos y Florentino Pérez) volvemos a contemplar las entrañas al descubierto del gigante: si algún día alguien acomete la osadía de pretender explicar el Real Madrid Club de Fútbol, deberá empezar, no me cabe duda, por los hombres que lo han encarnado.


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Y deberá hablar de Ramos. Porque Ramos, como Cristiano Ronaldo, es uno de esos tipos absolutamente Real Madrid. Cuando se habla del estilo del Madrid, de esa cosa ingrávida e inasible que en Barcelona interpretan como el toque horizontal y la posesión (la posesió, en catalán, la lengua vernácula de los vendehumos) Vázquez Montalbán aludía al «aluvión», que era lo que caracterizaba el juego madridista a través de las décadas. En realidad, lo que configura el rostro del Real es una transubstanciación del presidencialismo de corte caudillista, patriarcal, benevolente e implacable, pantocrático, en los jugadores-nación que corretean de blanco tiza por el verde esmeralda del paseo de La Castellana. Es decir, son gente que hace carne y hueso la identidad madridista, lo que los viejos llamaban con esa ampulosidad sonora, quirúrgicamente precisa, empero, la institución. He ahí la razón fundamental de los encontronazos cíclicos de Ramos con la dirigencia, también la de la furiosa incomprensión de buena parte de los aficionados: son el espejo en el que el madridismo se mira bajo una luz de hospital, blanca y dura, que no deja nada a la imaginación, que lo refleja todo tal y como es.

Ramos, como Cristiano, es uno de esos tipos absolutamente Real Madrid: gente que hace carne y hueso la identidad, lo que los viejos llamaban la institución

El Madrid es un club capaz de todo porque ha estado compuesto, siempre, o casi, de tipos capaces de todo, por eso cuando ha carecido de elementos así, como Ramos, la institución ha transitado por desiertos de mediocridad. «Fuera del Madrid hace mucho frío» y es verdad, porque jugar en el Madrid es dotar de sentido completo a una vida de futbolista, alcanzar el máximo, pero igual que las revoluciones siempre acaban devorando a sus hijos, el Madrid, como un Leviatán insaciable que no puede pararse, necesita quemar como combustible, en su gran y cruel caldera, a los futbolistas, entrenadores y presidentes que han jalonado sus etapas más brillantes. Sus épocas doradas. Parece una maldición bíblica, una profecía, pero la historia siempre se repite: Di Stéfano, Ronaldo, Capello un par de veces, Mourinho, incluso Zidane, con su misteriosa relación de proximidad y distancia, tanto cuando era jugador como luego, de míster, prueban que el Madrid no es que no sepa despedir a sus mitos, sino es que no puede. No está en su naturaleza.

Y entonces, ¿cuál es la naturaleza del Madrid? Sergio Ramos, Cristiano Ronaldo. Me parece paradigmática la salida del mejor futbolista que ha vestido la blanca desde don Alfredo porque Ramos la está calcando y, en suma, explica la imposibilidad metafísica de un acuerdo elegante, de un adiós sin lágrimas. En el crepúsculo de sus dioses, el Madrid sólo puede ser un fotograma en bucle de John Wayne abandonando la cabaña de su familia en medio de Monument Valley, disipándose como Odiseo en la bruma del recuerdo. Del Madrid, como del amor que todo lo llena y lo explica, sólo se puede ir uno, supongo, dando un portazo, entre suspiros y vaporosas lamentaciones. A los dos se les reprocha su divismo, su carácter fandanguero, excéntrico, particularísimo. «Si tuvieran cabeza…» se dice, de ellos, como si fuera posible deslindar con un bisturí las partes del alma de quien es capaz de ganar una Copa de Europa a cabezazos o ha sido, de largo, el mejor capitán del Madrid que yo haya visto. Ramos es el oficial que te hace saltar la peor trinchera con un poquito de aguardiente y nada más: el sargento por el que recibirías un balazo, el que te anima a tomar la colina más dura con un carisma genuino de líder, de condotiero. Lo normal es que acabe pegándosela, que su empuje suicida lo haga descarrilar, pero la locomotora marcha, mientras tanto. E la nave va. Sin la locura iluminada no se habría descubierto América, ni pisado la Luna, ni habríamos dejado nunca de ser un clan de monos ligeramente desarrollados que vagaba por la sabana buscando mamuts.

Del Madrid, como del amor que todo lo llena y lo explica, sólo se puede ir uno, supongo, dando un portazo, entre suspiros y vaporosas lamentaciones

El aficionado quisiera un Ramos dócil, manso, un Modric o un Benzema, que son chicos buenos, yernos perfectos, los nietos ideales del gran abuelo en que se ha convertido Florentino. Ramos es más bien el hijo díscolo, el rebelde, el que sólo da disgustos al patrón porque se permite cuestionarle la autoridad. La relación de Ramos con Florentino me recuerda constantemente a esa difícil y llena de revueltas, relación entre el padre y el hijo. Todos los episodios de las renovaciones sucesivas han estado impregnadas por ese aroma, del encuentro y ruptura permanente, de la incomprensión pero también del afecto, entre el paterfamilias y su primogénito. También es que Ramos ha marcado todo el florentinismo, hace dieciséis años que el primer presidente Pérez depositó su cláusula de rescisión, a lo Figo, convirtiéndolo en su último galáctico hasta el brillante regreso de 2009. El último y, junto con Cristiano, el más grande, pues en todo ese tiempo Ramos ha logrado ser, a martillazos, con innumerables tragicomedias, lo que el primer florentinismo soñaba: la dominación universal, la pasión fundida con la excelencia. Incluso aquella primera despedida tremenda, en Mallorca, el día en que Florentino se halló desbordado y decidió dimitir, bajarse del barco, Ramos marcó un gol de cabeza.

El florentinismo está colmado de ramología, otro cabezazo suyo salvó la civilización en una noche lisboeta inolvidable, rescatando el sueño de la tierra prometida, que fue lo que palpitaba bajo la parafernalia del regreso del presidente, de su segunda venida. Pero, ¿habrían sido Modric y Benzema los jugadores de extraordinarios quilates históricos si al lado no hubieran estado los folclóricos, alma de tonadilleras, Ramos y Cristiano? Es una buena pregunta que por fortuna nadie tendrá que responder nunca. Pero Ramos, sin esa exuberancia suya, tan flamenca y personal, que replica un poco su cuerpo apolíneo, praxiteliano, sería una cebra y no un purasangre. Sería un tipo menor, un castrati, y el Madrid, seguramente, no tendría ahora mismo trece Copas de Europa.

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Ocurre que Ramos tiene ya treinta y cinco años. La edad es la que ha convertido esta entrega del folletín eterno de su renovación en una cuestión dramática. Una cuestión de Estado. Recuerdo antes, cuando la treintena era un finis mundi para los futbolistas de élite. La última frontera. Ya no, y eso que el fútbol no ha parado de musculizarse, por así decirlo, de volverse un juego cada vez más atlético, vertiginoso, intenso. Quizá, en realidad, ese sea el secreto de la longevidad de las superestrellas, la obligación continua de entrenarse, de cincelarse el cuerpo. Desde luego, en esto, Ramos es un verdadero referente, como Cristiano, como Lebron James, gente que juega cada vez mejor, con un conocimiento mayor de los arcanos del juego, con un dominio espiritual y una influencia en lo que ocurre dentro de la cancha propia de grandes maestros, de auténticos sabios. Ahora, por tanto, un jugador de treinta y cinco años, y más alguien que acumula funcionarialmente lustros de estancia en la máxima exigencia, en la cima de su carrera, no es un vejestorio sino un valor imponderable para sus equipos. Aspiran, por tanto, legítimamente, a un último gran contrato.

El último gran contrato de Sergio Ramos con el Real Madrid tendría que llegar en una situación anormal, en medio de un cisne negro, como refiere Taleb los sucesos imprevistos de importancia capital que distorsionan la realidad, tiran el tablero y establecen unas nuevas condiciones de vida. Aquí vuelve el aficionado a decir: pues el resto de la plantilla, capitostes incluidos, han aceptado una rebaja de su salario en atención a las pandémicas circunstancias. La razón oficiosa de la marcha de Cristiano fue que, a diferencia de lo que hizo el Barcelona con Messi, el Madrid se negó a pagarle el pufo fiscal con el apaño de una renovación al alza. Lo que no toleran los espíritus grandes es la duda sobre su posición en la pirámide social: el Madrid, que es una constelación de espíritus grandes, desde los Padrós a Florentino y Zidane, pretende ahora igualar a Ramos con los demás, so pretexto de su edad y de todo lo que está pasando en el mundo. Desde un punto de vista pragmático, puramente mercantil, societario, puede hacerlo, es lícito que trate a uno de sus empleados como trataría a cualquier otro. Pero el fútbol es un negocio que no puede conducirse como tal (al menos en el aparato externo, en los ropajes, en los gestos, en el terreno del símbolo) y en la diferencia que suponen futbolistas como Ramos radica la grandeza intrínseca de un club, el factor diferencial. ¿O uno se imagina el gol de Lisboa marcado por cualquier otro, por cualquier otro tipo que no esté absolutamente majareta ni soñara con ser torero, ni fuera capaz de embestir como un miura contra la muralla del destino, y derribarla?

He aquí la tragedia, alimentada por ese puntito folclórico (…) cosas que no gustan a Florentino, hombre de pulcritud y discreción antiguas, castellanas, bernabeuístas

El Madrid es la consagración de la primavera y la exacerbación salvaje de la desigualdad. La desmesura, lo épico, tan vecino de lo ridículo, sólo es concebible en una institución así, que no aspira ni a representar un movimiento político ni a evocar tristezas adheridas a las costuras del tiempo, sino a luchar contra el tiempo: a destruirlo. Por eso hay poca gente que se le parezca tanto como Sergio Ramos, que es una fuerza de la naturaleza. A Ramos no se le puede uncir el yugo de lo corriente, pero el horno tampoco está para bollos: he aquí la tragedia, una tragedia alimentada por ese puntito absolutamente folclórico, reverso del poderío latino, que tiene él, que tiene su mujer y que tiene René, protagonistas permanentes de un reality al estilo americano. Estas cosas, es sabido, no gustan a Florentino, un hombre de pulcritud y discreción exquisitamente antiguas, castellanas, muy bernabeuístas. El divorcio entre Ronaldo y el Madrid demostró que ambos perdieron los últimos y preciosos años de la carrera del más grande. Pero también que, a la larga, quien sale perdiendo de forma más triste y gravosa siempre es el futbolista, pues el Madrid es un organismo vivo que acusa los golpes pero termina por integrarlos en su mapa mental del mundo. Y avanza, sigue avanzando, como los tiburones, porque si el Madrid un día se para, se muere.

¿Hay que renovar a Ramos a cualquier precio, entonces? Parece claro que, en un contexto tan reducido y pequeñito, con el mundo encogido por el coronavirus, y las obras del estadio absorbiendo ingresos y gastos del Madrid, no hay dinero para muchos dispendios. Y si algo está demostrando el fútbol contemporáneo es que no sobran los futbolistas con potencial de jerarca. ¡Y el Real los tiene a casi todos! Lo barato sale caro, y para llenar el inmenso cráter que dejó Ronaldo el Madrid se gastó un potosí en niños brasileños, en Jovic, en Hazard, con desigual resultado hasta el momento e indudablemente, con más futuro que presente. Lo que el affaire Messi debería enseñarle a Ramos es que, a pesar de la categoría y el peso en oro de cada uno de sus años cargados de fútbol, emigrar, con cierta edad, a un microcosmos tan diferente del Madrid, sea en una jaula dorada parisina, o en cualquier otra parte, implica un desgaste difícil de soportar: el emperador aparece desnudo con más facilidad cuando quienes lo miran ya no son de la familia.

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