La Galerna
·4 de septiembre de 2022
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No había ganas ni nada de convertir al madridismo en un perenne velatorio por el alma mancuniana de Casemiro. Casi no deseaban las huestes de Roures y demás (¿hay demás?) prebostes mediáticos hacer de curso legal la moneda del viudismo por el brasileño.
No está descartado aún que ocurra, por supuesto. Tchouaméni todavía se puede estropear, y no hará falta engrasar las guillotinas porque siguen en todo lo alto. De momento, no obstante, y con sólo cuatro partidos del campeonato en su haber, pocas hipótesis se antojan más remotas que esa. Cuatro partidos seguidos refulgiendo en el Madrid (cuento también el del Almería, donde la prensa infravaloró la labor de Aurélien para inocularle un síndrome de Rebeca de mil pares de narices) no los hace cualquiera.
El síndrome de Rebeca consiste en creerse, de manera obsesiva y lacerante, inferior a alguien que te precedió en el puesto. Los síndromes de Rebeca no llegan solos: los alimentan quienes te rodean, transmitiéndote la patología a base de comparaciones. La novela homónima de Daphne Du Maurier, o la película de Hitchcock en que se inspira, son suficientemente explicativas. “Anoche soñé que volvía a Manderley”. La prensa quería un Aurélien acomplejado ante la sombra constante del mito brasileño, midiéndose continuamente con su recuerdo y saliendo mal parado del lance. La prensa soñaba con la illarrización de Tchouaméni y se despertaba con poluciones. Soñaba con un eterno retorno a Manderley.
Durante el rodaje de la película, para imbuir en Joan Fontaine la sensación de inseguridad necesaria para clavar su personaje, para convertir en real dicha sensación y suspender así la incredulidad, Hitch (“Call me Hitch, drop the cock”) indujo a todos los participantes —vestuario, maquillaje, cámaras, incluso al propio Laurence Olivier— a alimentar en la estrella femenina un propio menoscabo. “Este papel tenía que haber sido para Vivien Leigh como se habló inicialmente, tú no das la talla”. Fontaine se sintió así como el personaje que encarnaba ante la eterna comparación con la anterior esposa. Bordó el personaje porque no necesitaba fingir. Pónganle un moño a todos los bustos parlantes de GolTv y tendrán un ama de llaves mancomunada y siniestra pasando un cepillo de cerámica rosa por el pelo de Aurélien.
Al carajo con Manderley.
La prensa soñaba con la illarrización de Tchouaméni y se despertaba con poluciones. Soñaba con un eterno retorno a Manderley
Con todo el amor incombustible que siempre guardaremos a Casemiro, un gigante despótico en la Historia del Madrid, ya hemos visto suficiente como para aventurar la herejía: técnicamente, Tchou es superior. Tiene por delante la necesidad de escalar varios everests para encaramarse a la grandeza del cinco veces campeón de Europa, pero lleva en la alforja el material de alpinismo necesario. Será por altura. Somos nosotros los que nos despeñamos. Véase (sí) cómo también nosotros nos precipitamos por la pendiente comparativa de manera inevitable, aunque en este caso sea Joan Fontaine, la candidata, la que se vea al menos tan prometedoramente guapa en el espejo como bella era Rebeca.
Tchouaméni juega como le da la gana, y ante el Betis, por primera vez en el Bernabéu, esta realidad abrumó al más pintado. Intimida, roba, ayuda en defensa, lanza el contragolpe, controla el tempo, incursiona, manda, templa, arrea, y todo ello lo lleva a cabo con una sabiduría insultante. Obligó a Rui Silva a hacer la parada de su vida (pero todos los porteros hacen dos o tres de las mejores paradas de sus vidas en el templo blanco) con un cabezazo mayestático.
Los demás pasaron por fases mejores y peores en el desarrollo del partido. Aurélien no pasa por fases. Esa ordinariez no va con él. Se aplica a la tarea de no pasar por fases con una seriedad de tocho infantil que cautiva extrañamente. Está llamado a marcar hitos de fiabilidad, virtuosismo y control con esa formalidad de coloso que saca los pies enormes fuera de la línea de los pupitres.
Tchouaméni no teme que le comparen con nadie. No teme a Manderley, y como consecuencia nosotros tampoco.
Qué huevazos.
Getty Images.