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La Galerna

·11 de mayo de 2024

Ser un tarado

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Dicen que los hombres tenemos 20 años para elegir quiénes somos y es ahora, justo cuando nos estábamos empezando a aclarar, cuando se nos presentan 20 días para mostrar al mundo y a nosotros mismos en qué nos hemos convertido. En este caso, 24, los que transcurren desde el jueves posterior a la vuelta de semifinales hasta el sábado en el que se juega la final de la Copa de Europa.

Llevo mucho tiempo pensando que el Real Madrid saca lo mejor de mí, que me hace mejor persona. Que es por mi equipo y por mi madre por los únicos que hago el esfuerzo de anteponer mis virtudes a mis defectos. Y que estos 24 días estoy obligado a ser un ciudadano razonablemente modélico, con lo agotadora y aburrida que es siempre la ejemplaridad. Pero qué quieren, nos va mucho en ello, concretamente una Copa de Europa, que no por habitual deja de ser una pasada.


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En estos 24 días jalona mi vida un civismo ejemplar del que carezco el resto del año. Doy los buenos días y las buenas tardes, con suerte las buenas noches. Pido las cosas por favor y devuelvo cada mínimo gesto de cordialidad ajena con un nada sexy pero muy cortés gracias, muy amable. Son días de sostener puertas, de bajarme de la acera cuando se estrecha y viene alguien de frente, como haría Escohotado. De llamar cada dos días a mi abuela Carmina y preguntarle qué tal, aunque ya me lo haya contado todo, porque sé que a la mujer no le puede hacer más ilusión. Y si ella es feliz el mundo es un poco mejor.

Flota en el madridismo una convicción generalizada de que son los pequeños gestos del día a día los que nos harán o no campeones otra vez; en nuestra infinita vanidad nos creemos responsables, cada uno desde su pequeño y particular campo de actuación, del desenlace del partido. Vini desequilibra por la izquierda, Kroos organiza y nosotros sonreímos a la vecina y al kioskero. Y si eso ocurre nada podrá detenernos.

Flota en el madridismo una convicción generalizada de que son los pequeños gestos del día a día los que nos harán o no campeones otra vez; en nuestra infinita vanidad nos creemos responsables, cada uno desde su pequeño y particular campo de actuación, del desenlace del partido

Y así estamos los desequilibrados mentales, descubriéndonos de repente en insospechadas buenísimas personas. El Real Madrid es como el trato a los camareros. Separa a los justos y nobles de los hijos de puta.

Yo le debo al Madrid, entre otras cosas, ser la versión más simpática y agradable de mí mismo, por una especie de sensación de deuda extraña, de agradecimiento eterno por haberme hecho tan feliz tanto tiempo. Siento que de algún modo tengo que estar a su altura, como me pasa con mi madre, y que su empeño (el de ambos) en convertirme dichoso tiene que verse compensado de alguna manera en mis actos. Yo no sé si se puede tener dos madres en esta vida pero desde luego sí que mi equipo ha parido a la más vasta prole conocida nunca, hijos todos nosotros del madridismo.

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La obsesión por no despistarme en mi urbanidad, por no achacar una hipotética derrota en la final a un desliz de la conducta propia, toda esa paranoia excede a los buenos modales y contamina también los hábitos de la rutina. Es el madridista un animal de costumbres, como lo es su club, fiel a la costumbre de inaugurar la primavera. El problema radica en que a fuerza de repetir triunfos y de ganar Copas de Europa voy acumulando manías más propias de un octogenario viudo que del joven racional y ajeno a supercherías que creo ser.

Vini desequilibra por la izquierda, Kroos organiza y nosotros sonreímos a la vecina y al kioskero. Y si eso ocurre nada podrá detenernos

A los hábitos adquiridos camino a La Décima fui sumando progresivamente los de La Undécima, La Duodécima y La Decimotercera casi sin darme cuenta. Me convertí, a mis veintipocos, en un maniático compulsivo, convencido de que cualquier mínima alteración del orden establecido aquellos días supondría inevitablemente la derrota de mi equipo. El día que el Ajax nos ganó en el Bernabéu no se debió al planteamiento de Solari ni a los partidazos de Tadic o De Jong, sino a un despiste imperdonable que me llevó a sentarme en el sillón equivocado. Nos metieron cuatro, como no podía ser de otra manera.

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La Champions de París me renovó los hábitos, y como cada partido fue más surrealista que el anterior, a mi catálogo de excentricidades fui añadiendo nuevos tocs a cumplir, llegando a unos límites de la exigencia que no sé si podré mantener dos o tres temporadas más. Y esta edición más de lo mismo.

Ser madridista es la única legitimación que encuentro al hecho de ser un tarado

Una de esas costumbres es, pase lo que pase, ver el fútbol en casa de mis padres. El día de la vuelta del City me pasé el trayecto que separa el domicilio familiar del mío contando camisetas blancas, inaugurando sin saberlo una nuevo y absurdo hábito del que ya soy preso. Como la cosa fue bien, el miércoles repetí cantinela, por si acaso, y de nuevo salió cara.

Ya no me basta con hacer el mismo recorrido por las mismas calles escuchando las mismas canciones en el mismo orden para llegar al mismo destino a la misma hora. Y así durante diez años. Ahora también tengo que contar durante los cuarenta minutos del paseo toda simbología relacionada con la religión a la que pertenezco bendita la hora. Ser madridista es agotador. Ser madridista es la única legitimación que encuentro al hecho de ser un tarado.

Es la Copa de Europa. Es el Real Madrid. Que nos está volviendo locos a todos.

Getty Images.

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