La Galerna
·12 de diciembre de 2024
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Hace apenas una semana, cuando el Madrid hincó la rodilla en San Mamés y Kylian Mbappé parecía caer preso de todos sus fantasmas después de su ominoso fallo del penalti, apagué el televisor con una idea rondando mi cabeza. La frustrante decepción no supuso, como suele, un repelente para la inspiración. Por una vez, fue al contrario. Conviene señalar que, para los cronistas sin demasiado talento, son pocas las ocasiones en que se nos aparece la columna íntegra, manifiesta, redonda, provocativamente evidente. Y esa noche ahí estaba, de repente, ante mí, casi contoneándose. Tuve que realizar ímprobos esfuerzos para contenerme y no abalanzarme sobre el teclado, dispuesto a descargar mi locuacidad vitriólica. ¿El título? «Conversación en la Catedral». A continuación, la referencia inicial se escribía sola —«¿En qué momento, Zavalita, se jodió Mbappé?»—, y a partir de ahí se iba cuesta abajo y sin frenos.
Los lectores asiduos de esta página comprobarán que esa columna jamás se escribió. No existirá ya, salvo en mi imaginación. Como esos periodistas que dicen valer más por lo que callan que por lo que cuentan, servidor efectuó el supremo sacrificio de la renuncia al pueril y vanidoso goce que otorgan los jugueteos literarios pretendidamente bien resueltos. Mis compadres madridistas podrían pensar que mi generosa actitud emparenta con mis antiguos e insistentes alegatos contra los silbidos al Bale crepuscular, pero me temo que nada más lejos de la realidad. Mi petición de clemencia para aquel Bale, ya de vuelta de todo, se basaba en lo que efectivamente ya había demostrado en su etapa merengue, y en la posibilidad de exprimir las últimas gotas de un zumo ya catado, de sabor verificado.
No es el caso de Mbappé, cuyos chispazos esporádicos apenas han llegado aún al grado de tentativa. Por el mismo motivo, el de Bondy hoy carece de la coartada sentimental que sí logró el galés, protagonista de un puñado de momentos imperecederos. No, Mbappé está lejos de tener bula entre el madridismo, no en vano el culebrón de su llegada generó una desconfianza que llevó a la parte más mezquina de nuestros espíritus a desear verlo simbólicamente de rodillas, ne me quitte pas, para castigar sus indecisiones.
La mayoría de nosotros es incapaz de asaetear a Mbappé por una causa mucho más trivial que el interés, la expectativa o la gratitud. Se trata de una mera cuestión de piedad
¿A qué viene, entonces, tratarlo con tanta magnanimidad ahora? Si no es por una visión puramente pragmática, de mero cuidado del patrimonio del club —expresión clásica que me parece bastante más acertada que el engendro taylorista de los (sic) «recursos humanos»—, y si tampoco deriva del privilegio sentimental tan habitual en el fútbol, ¿cuál es la causa de semejante indulgencia? Confieso que en un primer instante ni siquiera yo lo tenía del todo claro; después de todo, hay intuiciones morales que surgen antes que la justificación racional que las esclarece a posteriori.
Fue leyendo un par de artículos estupendos de Antonio Valderrama cuando lo tuve claro. La mayoría de nosotros es incapaz de asaetear a Mbappé por una causa mucho más trivial que el interés, la expectativa o la gratitud. Se trata de una mera cuestión de piedad. Tanto la fingida sonrisa —histriónica mueca nerviosa— con la que lamenta sus fallos como el rictus de miedo cerval que se le ha visto en sus horas más bajas impiden el ensañamiento, de la misma manera que nadie decente puede golpear a alguien caído al suelo. No es la ambición egoísta la que nos detiene, sino la misericordia la que nos conmueve. Habla Valderrama de tragedia griega en su texto, y dice bien: asistimos a una desdichada representación dramática, y si lo hacemos en silencio es por el respeto que nos provocan los sueños transformados en pesadillas. Incluso los más feroces e inflexibles partidarios del besapiés, quienes le exigían la mayor de las contriciones, están viendo aplacado su rencor. Por decirlo de un modo recto: el Madrid le está dando el baño de humildad que, merecido o no, seguramente él ya no esperaba, a sus años.
La buena noticia es que, según nos enseñó Joseph Campbell, el camino del héroe no solo contempla estos episodios de rígida penitencia, sino también una salida gloriosa. El del héroe auténtico, hay que aclarar. Y he ahí la encrucijada de Mbappé, que debe abjurar de subterfugios autocomplacientes como la coartada del «síndrome del impostor». Cualquiera que conozca la historia del Real Madrid sabe que este siempre ofrece una nueva oportunidad. Personalmente, no tengo dudas de que la aprovechará. Y, por otro lado, si París bien valió una misa para Enrique IV, el predilecto de sus hijos bien vale la renuncia al rencor, a las gracietas y a la vil satisfacción proporcionada por un sarcasmo ocurrente. Al fin y al cabo, cuando Camus dijo que todo lo que había aprendido de la moral de los humanos había sido en un campo de fútbol, seguramente también incluyó la grada y las tribunas.
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