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La Galerna

·1 de octubre de 2022

Osasuna, el niño y el orgullo

Imagen del artículo:Osasuna, el niño y el orgullo

Todos hemos sido alguna vez ese niño que aplasta la nariz contra el escaparate de la juguetería. Yo lo fui, sin duda, el día que presencié por primera vez un partido del Real Madrid. Debía de tener unos trece o catorce años, porque aquel año el equipo del que formaba parte jugaba en la categoría de infantiles. Yo ocupaba la demarcación de lateral derecho; un lateral derecho disciplinado, rápido, correoso, de gran pundonor y de técnica remota, tan remota que nunca la encontró nadie. Los compañeros de equipo me apodaban Urquiaga, mote que al poco tiempo cambiarían por el de Chendo, haciendo gala de esa socarronería que resulta tan natural entre los niños; ahora, seguramente, me habrían llamado Carvajal, y yo habría estado tan orgulloso como lo estaba entonces.

El equipo, a pesar de mi presencia en él, se hizo con el campeonato provincial, lo que nos llevó a clasificarnos para el torneo nacional, que se jugaba en eliminatorias a un único partido. Quiso la suerte que nos tocara enfrentarnos a Osasuna, campeón de Navarra. Aún recuerdo vívidamente el momento en que, después de un entrenamiento, el míster (lo llamábamos así porque hasta en eso queríamos parecernos a nuestros ídolos) nos comunicó que el partido se disputaría un domingo por la mañana, y que después el Osasuna nos llevaría a comer a sus instalaciones de Tajonar y nos invitaría al partido que aquella tarde estaba señalado en El Sadar, nada menos que frente al Real Madrid. Nunca los astros se alinearon con mayor acierto, y nunca brillaron con mayor esplendor. Residiendo en una pequeña ciudad cuyo equipo más representativo malvivía en la Segunda “B”, tener la oportunidad de asistir a un partido de Primera era todo un acontecimiento. Que en ese partido uno de los contendientes fuera el Real Madrid, era simplemente el mejor de los sueños hecho realidad.


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Todos hemos sido alguna vez ese niño que aplasta la nariz contra el escaparate de la juguetería. Yo lo fui, sin duda, el día que presencié por primera vez un partido del Real Madrid

Larga, muy larga fue la semana previa, en la que el domingo parecía resistirse a llegar, como si arrastrara perezoso y de mala gana los pies por el suelo. Pero llegó al cabo, tras varias noches en la que conciliar el sueño era empresa difícil, porque cómo podría uno dormir cuando le espera la gloria infinita de jugar el partido más importante de la historia frente al equipo infantil de Osasuna y, después, la perspectiva de encaramarse al Olimpo en que aquel día se convertiría El Sadar, habitado por los dioses blancos que hasta entonces uno se limitaba a ver por la tele y en aquellas estampitas laicas en las que venerábamos a nuestros ídolos y que llamábamos cromos.

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Del enfrentamiento contra Osasuna tengo los recuerdos fragmentados e inconexos que nos dejan los sucesos vividos con gran intensidad, cuando las emociones y las sensaciones se agolpan en nuestro cerebro impidiendo una normal apreciación de la realidad. Aún soy capaz de revivir lo que sentí aquel día, pero me resultaría imposible hacer una crónica del partido. Recuerdo, sí, las mariposas en el estómago mientras escuchábamos las últimas instrucciones del entrenador en el vestuario; tengo memoria del intercambio de banderines entre los jugadores antes de comenzar el partido, aunque en honor a la verdad debería decir el intercambio de banderín por escudo, ya que nuestro equipo, poco habituado a tales protocolos, no tenía banderines que intercambiar, del mismo modo que el modesto hombre de campo no tiene ropa con que presentarse apropiadamente a la fiesta de gala a la que, sin saber muy bien cómo, ha sido invitado; me acuerdo de esta o de aquella jugada aislada, y sé con seguridad que acabamos perdiendo por un gol a cero. Pero lo que nunca olvidaré es que durante aquellos ochenta minutos, mientras corría sin resuello y como nunca antes había corrido detrás de los imponentes jugadores rojillos, más grandes y más veloces que nosotros, tratando de detener el vendaval que se nos venía encima, fui el niño más feliz del mundo. Y el más orgulloso. Y me supe el más afortunado.

Pero aún quedaban las emociones de la tarde. Recuerdo que, al entrar en El Sadar, me deslumbró el ambiente. Era, a los ojos impresionables de un niño de provincias que nunca había presenciado un partido de Primera, una atmósfera de día grande, de fiesta mayor, de gran acontecimiento. No habría tenido la sensación de estar asistiendo a un evento más importante si en lugar de en El Sadar hubiera estado presenciando la final de la Copa del Mundo. Todo me parecía grandioso, perfecto, inmejorable, desde las vetustas gradas del estadio que a mí se me antojaban un hito de la arquitectura, hasta la voz metálica que con profesional entusiasmo cantaba por megafonía las bondades de diversos establecimientos del comercio pamplonica.

Aún conservo la esperanza de que los jugadores del Real Madrid, que también fueron niños, miren lo mucho que queda de esta temporada con la ilusión con que aquellos once críos de provincias saltaron al campo para disputar un partido de infantiles contra Osasuna

Y entonces hicieron acto de presencia los jugadores madridistas, y todo lo demás dejó de existir a mis sentidos. Ya toda mi atención se centró en los Miguel Ángel, Camacho, Stielike, Juanito, Santillana y compañía, en aquellos hombres que yo veía dotados de un aura inalcanzable y que por primera vez se hacían presentes a mis ojos, a tan corta distancia que podía oír el sonido producido por sus botas al golpear el balón, tan cerca que casi podía tocarlos con mis dedos. Tampoco recuerdo mucho de este partido; tan sólo que el Real Madrid ganó por 0 a 1, con gol de Ángel, y que todo pasó muy rápido, como si en lugar de noventa minutos aquel encuentro hubiese durado noventa segundos. Pero sigue marcada en mi memoria la ilusión infantil con la que yo veía a los jugadores blancos desenvolverse en el campo; ilusión que amplificaba cualquier regate o pase otorgándole un mérito del que seguramente carecía, y disculpaba —si es que llegaba a advertir— cualquier error o fallo. La ilusión con la que el niño que todavía era desenvuelve el mejor regalo que jamás podrían traerle los Reyes Magos.

Ha pasado ya mucho tiempo de aquello, y hace ya muchos años que no consigo ver a los jugadores blancos con la mirada limpia e ilusionada del niño que aplasta la nariz contra el escaparate de la juguetería. La vida es una ladrona cruel que siempre acaba robándonos la inocencia. Pero el recuerdo de aquel día mágico en que aún no había abandonado la infancia me incapacita para odiar a Osasuna como tantos otros madridistas; sigue vivo en mí el agradecimiento sin dobleces del niño a quien le fue concedido, sin tan siquiera pedirlo, el más preciado juguete del escaparate. Y aún conservo la esperanza de que los jugadores del Real Madrid, que también fueron niños, miren lo mucho que queda de esta temporada con la ilusión con que aquellos once críos de provincias saltaron al campo para disputar un partido de infantiles contra Osasuna. Si es así, no tengo ninguna duda de que levantarán algún gran título, y de que volveré a sentir el orgullo indecible que sentí por primera vez en El Sadar: el orgullo infinito de ser madridista.

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