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La Galerna

·21 de enero de 2020

Monchi, el justiciero

Imagen del artículo:Monchi, el justiciero

Grande y terrible es el poder del Real Madrid. Hace perder la cabeza incluso a los supuestos genios del algoritmo como Monchi. El Madrid consigue enloquecer a sus rivales hasta el punto de que salen ante los micrófonos quejándose de que la ley, en efecto, se aplique. Aún me acuerdo de Guardiola llorando en la sala de prensa de Mestalla después de que a Pedro le invalidaran un gol por fuera de juego en la inolvidable final de Copa de 2011. Fue el llanto más extraordinario registrado en el mundo del fútbol hasta la fecha: en la misma frase reconoció que fue orsay. El sábado al sevillismo le pasó lo mismo con el gol anulado a De Jong.

Monchi, que es el director deportivo del Sevilla, habló en televisión, haciendo muchos aspavientos de seriedad y enfado. Recalcando el mohín dijo que si le llegan a anular a De Jong el gol del 1-1 habría retirado al equipo del campo. La amenaza hay que tomársela en serio puesto que circulan por ahí imágenes suyas en el banquillo del Sevilla, en las que se le ve discutiendo con Lopetegui, quien al parecer intervino para que su superior directo dejara de hacer el ridículo.


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El reglamento reza que estorbar el avance de un adversario supone “colocarse en una posición que obstaculice, bloquee, lentifique o fuerce a cambiar de dirección a un adversario cuando el balón no está a distancia de juego de los involucrados. Encontrarse en el camino de un adversario no es lo mismo que colocarse en el camino de un contrario”. La repetición de la jugada no deja lugar a dudas y sólo con propósito de dolo se puede sostener que Gudelj no mira a su izquierda, ve a Militao persiguiendo la marca de De Jong y da un paso hacia su izquierda con la intención evidente de meterle el hombro bajo la mandíbula.

Sin embargo Monchi decidió transformarse en Cristóbal Soria, y eso sin mentar que el segundo gol de De Jong en el partido, esta vez validado por el árbitro, también era susceptible cuanto menos de revisión por el videoarbitraje por una mano de Munir en lo mollar de la jugada. Una vez, cuando trabajaba en la Roma, Monchi salió del Camp Nou diciendo que el árbitro le había “regalado cosas” al Barcelona contra su equipo y que “se había equivocado, es un dato objetivo”, en referencia a dos penaltis bastante claros que se perdieron como las lágrimas en la lluvia de Blade Runner. Aquel día le faltó pedir perdón por subrayar esa evidencia fáctica porque, claro, el Camp Nou no es un lugar apropiado para disfrazarse de chico malo.

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Quizá lo que le pasa a Monchi es que nunca ha dejado de ser aquel portero mediocre al que su propia afición, en el Pizjuán, apuntaba con un puntero láser y despedía con insultos, culpándolo de las derrotas en una época en la que el Sevilla, en vez de codearse por los títulos, era el equipo ascensor por antonomasia, amén de una institución arruinada y al borde de la quiebra. Es decir, sigue siendo alguien que debe hacerse perdonar, que debe autoafirmarse constantemente en la fe beligerante del sevillismo ante quienes lo conocieron siendo un objeto de escarnio, un paria de la plantilla al que Maradona regalaba relojes y no calvo guay con barbita y aura de Steve Jobs, como es ahora. Como el Sevilla, ahora también, es “grande”, la conclusión sale sola: batir al Madrid, la némesis de todos los equipos provincianos que un día alcanzan la prosperidad y el prestigio de las copas, se convierte entonces en una obligación. Y eso conlleva inevitablemente un auge descarado del antimadridismo, como pasó en La Coruña cuando el “Super Depor”: lo veíamos en los documentales de La 2, el león joven que quiere liderar la manada siempre tiene que desafiar al viejo jefe, es un proceso natural, pertenece a la cultura de la vida en la Tierra, por así decirlo.

Entonces Monchi, al que el álgebra del Big Data y la necesidad de comprar barato y vender caro elevaron a la categoría de gurú de los fichajes, intuyó con perspicacia que es cuando el Madrid está por medio cuando debe sobreactuar para cotizar entre su gente. Es un tipo listo.

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Y es listo porque sabe que el Madrid es una plaza en la que nunca va a encontrar ninguna respuesta, donde nadie va a salir en público a ponerlo en su sitio; es una plaza que al mismo tiempo concita todo lo necesario en el imaginario popular español para reivindicar en ella cualquier causa, por variopeinta que sea: desde la libertad del pueblo catalán oprimido hasta la dignidad injuriada del Sevilla. Por eso en el Bernabéu Puyol se besaba el brazalete con la señera el día del 2-6 y Guardiola celebraba todas sus victorias como si fueran pasos seguros hacia la independencia de Cataluña. Todo en el mundo funciona a base de incentivos.

Hablar mal en el Camp Nou, montar el espectáculo allí, alzar la voz, penaliza en los sitios donde se escribe el relato del Bien, perjudica la reputación social. A Mourinho, cuando entrenaba al Madrid, se le ocurrió una vez esperar a un árbitro en el parking de ese estadio y la leyenda negra ha convertido ese episodio en un intento de asalto a punta de navaja. Mourinho fue el único miembro del Madrid moderno que decidió protestar cuando consideraba que tenía que hacerlo, el único que señaló la Luna. España  se quedó mirando el dedo, lo clavó al madero de la ignominia nacional, lo caricaturizó y lo convirtió en un enemigo público, primero, y después en un meme. La lección fue aprendida y desde entonces, ni siquiera ante situaciones que claman al cielo como las provocadas por la negligencia arbitral y videoarbitral en el último Barcelona-Real Madrid de diciembre de 2019, se sigue a rajatabla lo que era vox populi durante el franquismo: niño, no te metas en política. Niño, no te quejes de los árbitros. El Madrid no puede quejarse porque el relato dice que tiene que expiar por siempre un pecado original, un pecado que habla de falsos apaños con el que sus rivales han conseguido disfrazar su grandeza genuina ganada a base de sangre y sudor durante ciento y pico de años. ¡Todo lo que se permitió el Madrid, como institución, fue aquel caramba flandersiano de Butragueño!

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Interpretar el papel de justiciero ofendido por el supuesto gran poder fáctico del fútbol español es algo que parece dársele bien a Monchi. Hace tres años, más o menos por estas mismas fechas, protagonizó otro lamentable espectáculo, esta vez a cuenta de Sergio Ramos. Fue en aquella eliminatoria de Copa del Rey en la que el Madrid derrotó al Sevilla y, en la vuelta, Ramos se encaró con el fondo que ocupan los Biris en el Pizjuán. Aquel día Ramos tuvo el coraje que nunca ha tenido Monchi y se enfrentó a un grupo violento que como otros tantos en España cuenta con la benevolencia del club al que dicen apoyar. Y se enfrentó por entre otras cosas, desearle la muerte a él, un canterano del Sevilla, precisamente en el mismo estadio se donde se murió otro canterano del Sevilla, además, de su misma generación. Aquel día Monchi decidió que salía más rentable, en términos de imagen, tuitear tonterías demagógicas que obviaban la realidad y arrojaban la culpa sobre Ramos (en España, cuando un individuo, en un espectáculo de masas, se revuelve contra la masa del graderío, el culpable siempre es el individuo, independientemente de la naturaleza de los hechos que provoquen el desplante) que en efecto señalar a un grupo de exaltados que más tarde le organizaron una coreografía para despedirle cuando se fue a Roma. Cada uno elige sus propias batallas, no hay más verdad que esa.

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