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·11 de enero de 2020

Más locos que libres

Imagen del artículo:Más locos que libres

Los que esperan el colectivo en la Avenida Diez de diciembre tienen pocas cosas en común. Martín trabaja en la ferretería de su hermano, Juan Carlos es oficinista desde 1980. Miguel tiene más canas que cabello y aún sueña con que sus libros le permitan dejar lo de su madre, Roberto es abogado. Si sus clientes lo vieran con ese pantalón roto, tenis gastados. Jersey de 1996 y cabello alborotado, difícilmente lo contratan. Un poco porque así es la gente de prejuiciosa. Otro tanto porque, cuando es esa la indumentaria, al hombre no le interesa algo que no sea llegar antes de lo justo a la parada, subirse al colectivo. Platicar con los amigos y vivir la previa como Dios manda. ¿Es esa desfachatez social, acaso, la única similitud entre ellos?

Martín, Juan Carlos, Miguel y Roberto son buenos esposos, padres, hijos, amantes, amigos, empleados y cuanta función tengan en el día a día. En eso también se parecen. Ninguno resta más de lo que suma a la sociedad, aunque tienen sus defectos, claro. Martín, por ejemplo, padece de esa enfermedad llamada conformismo. La esposa seguido le dice que si se esfuerza un poquito más podría montarse su propia ferretería y botar al prepotente de su hermano. Él le pregunta si es lo que ella desea… si le hace falta algo. El cuestionamiento es sincero. Si la esposa dice que sí, enseguida le habla a Agustín y le pide horas extras. Sin embargo, Fabiana dice que no. Que está bien así. Que lo dice por él. Que siente que su hermano no lo valora lo suficiente. Martín está de acuerdo, mas no le afecta. Está bien así.


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Juan Carlos debió jubilarse hace cuatro años, pero los jefes lo quieren tanto que no permiten que se vaya. ¿Y cómo lo van a permitir?, si es el único que trabaja horas extras y no las cobra. Que va en días festivos sin soltar mueca. Que está disponible casi todos los días, excepto, claro, cuando juega su equipo. Miguel tiene una pluma privilegiada. Alguna vez compararon sus letras con las de Eduardo Sacheri, mas él tomó aquello con excesiva modestia. Lo han invitado a participar en un sinfín de concursos y él dice que sí, que se inscribirá. Que ya lo tiene visto, que está trabajando en el material. Lo cierto es que en verdad trabaja con el material, y prepara dos, tres, hasta cinco en una semana. Pero no se inscribe. En parte porque se le olvida, en otra porque le da pereza. Está muy agusto con esa Editorial sudamericana que le paga lo justo para seguir publicando.

Roberto es el mejor acomodado de los amigos. Vive en una de esas colonias donde los vecinos siempre tienen cara de que algo les huele mal. Como ejemplo está su esposa. Las hijas llevan la misma escuela. Si Martín y Miguel pecan de conformistas, Juan Carlos de dejado, el fallo de Roberto es el más raro de todos. Porque tiene lo suficiente para ser feliz, y sin embargo, de los cuatro, es el que menos sonríe. Ama a su esposa, jamás la dejaría. Pero su obsesión con la perfección lo acartona, incluso, en el trato con sus hijas. En el trabajo no puede aspirar a más, porque él ocupa el puesto más alto. Con treinta y cinco años debería sentirse orgulloso. Mas Roberto lo ve desde otra perspectiva. La falta de una meta… de algo por alcanzar, lo conduce a una frustración de la que solo escapa cuando espera el colectivo en la Avenida Diez de diciembre. Ahí abraza a sus amigos y se le reinicia la vida. Es un simple practicante en la empresa llamada fútbol. Con el aliciente de que ascender no depende de él, sino de esos once desconocidos a quienes ama con el alma.

Y así es la vida de estos cuatro. Tipos más locos que libres, sin duda, pero felices. Sobre todo de siete a nueve, cada quince días.

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