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·7 de febrero de 2025

Marcelo te sacó una sonrisa

Imagen del artículo:Marcelo te sacó una sonrisa

¿Por qué todos los jugones sonríen igual? Habrán escuchado esta y otras gilipolleces en más de una ocasión. Porque no, el buen juego no se manifiesta solamente a través de una sonrisa. Y menos en un campo de fútbol, donde cada acción la escrutan centenares de salvajes con ganas de amargarte la tarde al primer error. Zidane, por ejemplo, jugaba con la indiferencia de quien trabaja con auriculares: fue el mejor levitando y dejando rivales en el suelo pero el ruido de fondo no influía en sus emociones. De Riquelme, ni hablamos. Podía tirar una caño de ida y vuelta con la misma alegría con la que acudirías al entierro de tu padre. En el otro lado de la balanza estaba Ronaldinho. Le cosían a patadas, se relamía, tiraba dos sombreros y se partía el culo. Todo en una misma jugada.

Reir está bien, pero no es suficiente. Marcelo Viera, que ayer anunció su retirada y al que somos incapaces de imaginar enfadado, fue también un futbolista insatisfecho. De niño se sentía mal cuando marcaba goles, porque veía en el rostro de sus compañeros la frustración de ser peores que él. Y eso que él no se sentía, paradójicamente, mejor que nadie. “Yo no veía ese talento especial, la verdad. Yo me veía muy normal. En cambio mi abuelo decía que tenía un toque de balón espectacular. Pero no le creía. Durante un tiempo siempre fue así. Para mí era más fácil ver a un amigo hacer un gol y pensar que era un crack que no cuando lo hacía yo. De hecho, en ocasiones sentía pena y vergüenza cuando yo marcaba un gol porque de esa forma no lo lograba marcar mi amigo. Me molestaba ser el centro de atención y que todos quisieran celebrarlo conmigo. En cambio si la felicidad era para otra persona, me alegraba, me sacaba un peso de encima y me sentía menos cohibido. Me costó quitarme esa sensación”, explicaba en una extensa entrevista a Panenka.


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Hijo de un bombero y una profesora, Marcelo tampoco es que apareciera especialmente eufórico por el Santiago Bernabéu en enero de 2007: Ramón Calderón a un lado, Alfredo Di Stéfano en el otro y en el centro un saco de nervios en traje y corbata. Llegaba del Fluminese, demasiado lejos, y con la sospecha que siempre despierta un refuerzo invernal. Cumplía un sueño, qué duda cabe, pero en el vestuario blanco lo despertó de golpe una colleja de su ídolo, Roberto Carlos, otro que todavía estaba de cachondeo porque ni por asomo sospechaba que ese chavalín lo iba a desbancar en importancia histórica. Decir que Marcelo fue desmelenándose poco a poco es faltar a la verdad, porque su pelo fue ganando volumen pero su juego ya venía hinchado de serie. Con el balón siempre mantuvo un acuerdo inquebrantable: lo primero es divertirse.

“En ocasiones sentía pena y vergüenza cuando yo marcaba un gol porque de esa forma no lo lograba marcar mi amigo”

Así fue cómo de trotar entre zarzas para levantar una accidentada y milagrosa Liga del clavo ardiendo pasó a coleccionar Copas de Europa con esmoquin y sombrero de copa. Entremedias aniquiló cualquier atisbo de competencia, afianzó una de las relaciones deportivas más trascendentes (con Cristiano) y se decidió que por su carril no sólo se atacaría, también se iba a construir. Por entonces su fútbol alegre ya desataba una risa nerviosa entre los atacantes que lo encaraban, no tanto porque no fueran capaces de superarlo en varias fases del partido, como por la constatación de que había muchas posibilidades de que el próximo gol naciera de sus botas.

Un lateral ofensivo, nada que no nos hubiera regalado antes ese maravilloso país que es Brasil. Optimista y atrevido, como marcan los cánones, pero también disciplinado, porque eso lo aprendió de forma nítida el día que su abuelo le tiró de las orejas en plena pubertad. “¡A los 15 años lo que quería era salir con mis amigos! A esa edad un niño hace de todo, no tiene hora para volver a casa, está descubriendo la adolescencia. Conmigo no fue distinto a otros chavales, no es algo que únicamente me pasara a mí. Tenía amigos que querían lo mismo, esa libertad… Y en cambio no tuvieron suerte.Yo tuve la fortuna de que mi abuelo no me dejó salir del mundo del fútbol. Fue un tira y afloja. Él me insistía y yo quería desvincularme porque me permitía seguir jugando en la calle. Luego llegaba el fin de semana y echaba de menos el partido importante, el partido ‘serio’. Si no hubiera sido por mi abuelo, habría dejado el fútbol”, nos explicó en aquella conversación que tuvimos con él.

Marcelo rindió tanto que pocas veces lo vimos triste. Y aunque ni en este ni en otros negocios sea indispensable para tener éxito, su enorme sonrisa será siempre el acceso más rápido y fiable a su recuerdo

Tuvo que aceptarlo. La seriedad era un elemento indispensable para el progreso. Habría pues que aprender a disimularla con caños y ruletas (como aprendieron sus entrenadores a contener la respiración con sus conducciones). “He oído comentarios de gente que piensa que los brasileños no nos tomamos el fútbol en serio: ‘Marcelo, céntrate, que siempre estás con la broma y eso no es bueno para el rendimiento…’ ¡Como si fuera malo ser feliz! Yo si no estoy alegre, no me sale nada. Si no estoy alegre, no entreno bien. Si estoy enfadado, no rindo”.

Marcelo rindió tanto que pocas veces lo vimos triste. Y aunque ni en este ni en otros negocios sea indispensable para tener éxito, su enorme sonrisa será siempre el acceso más rápido y fiable a su recuerdo. El recuerdo de un futbolista majestuoso y feliz.


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Fotografía de Imago

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