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La Galerna

·26 de noviembre de 2020

Maradona en nuestras plumas

Imagen del artículo:Maradona en nuestras plumas

A través de estas breves notas, nuestras colaboradores rinden homenaje a Maradona, fallecido ayer por un fallo cardíaco.

Jesús Bengoechea


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Maradona era (hay tiempos verbales que no estamos preparados para conjugar) un lugar común. Dices “Maradona” y compartes cancha con tu interlocutor, sea quien sea, y sonreís los dos probablemente, y movéis las pupilas hacia la izquierda, donde el cerebro aglutina los recuerdos, y lo bueno, lo que aún nos cuesta aceptar como el lado bueno (tal vez porque siempre ha sido bueno pero nunca fue puesto a un lado) es que estos verbos, en cambio, nunca hará falta conjugarlos en pasado.

En ese apartado de mi cerebro yo lo recuerdo marcando no tanto el gol estratosférico a Inglaterra, que también, sino otro a Bélgica en el mismo Mundial que habría sido el mejor gol de ese Mundial y de cualquier otro de no haber marcado el de Inglaterra. Reivindiqué mucho aquel gol a Pfaff pero Diego, demasiado ocupado en ganar una Copa del Mundo con la sola ayuda de unos cuantos compañeros voluntariosos, nunca me lo agradeció. Se lo cobró el karma haciéndole caer ante el Madrid en Copa de Europa al año siguiente, con el Nápoles. Yo criaba acné y comprendía que el amor de mi vida tenía que ser el Madrid precisamente por ser capaz de eliminar a Maradona.

Envejecer consiste en contar los muertos en términos de su hipotético encuentro con otros muertos, incluso ya con otros muertos argentinos. Hasta ese punto podemos afinar. Don Alfredo. Bioy Casares. Mundstock. Rabinovich. En aquel sketch de Les Luthiers, Mundstock comienza a enumerar los vocativos del Maligno: “Mefistófeles, Satán. Satanás, Luzbel...” Le interrumpe Rabinovich: “¿Maradona no juega?”

¿Lo veis? Es un lugar común. El lugar, precisamente, donde fuimos felices.

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Joe Llorente

Las leyendas sólo sobreviven vistas de lejos

La primera vez que oí hablar de primera mano sobre Maradona el Real Madrid de baloncesto estaba de gira por Argentina. Quique Wolf recién había dejado la Casa Blanca del fútbol e ingresado en el Argentinos Juniors, donde compartía los primeros pasos de, entonces, todavía Dieguito.  Educado y gran anfitrión, vino a saludarnos al hotel y, por supuesto, le preguntamos por el runrún, pues apenas había imágenes suyas en 1979. “Es un genio, le falta un poquito, pero un genio. Lo pueden comprobar mañana. Están ustedes invitados al partido”.

La ocasión la pintaban única, y allí fuimos hacia La Paternal y su estadio, abarrotado de tablas y personas para ver jugar al fútbol. Para ver jugar a Maradona. Lo cierto fue que no hizo gran cosa, salvo un par de detalles en las que todos nos levantamos como un resorte, impulsados por los muelles de la admiración y la sorpresa que desembocaron en ovaciones prolongadas. Gracias, Enrique Wolf, usted tenía razón.

La segunda fue a Marcos Alonso, el hijo de Marquitos, con quien me unían lazos familiares y de origen. Estando ya en el Barcelona también me picó la curiosidad y le pregunté cómo de bueno era Maradona. Me miró fijamente, sonrió y dijo: “en los entrenamientos, coge el balón y para quitárselo entre todo el equipo le tenemos que hacer falta. Si no, estaría con él toda la mañana”. En el documental de Movistar que vemos estos días lo dice de otra forma. Tras vacilar y cavilar, pues no encuentra la forma de describirlo, concluye: “Era… veinte mil veces mejor… que todos juntos”.

Maradona jugó como un dios y vivió como pudo, pero eso, ya lo saben ustedes.

P.D. El título es una frase que Ruy Díaz de Vivar pronuncia sobre sí mismo en la novela de Pérez Reverte, Sidi.

Decían que él que era Dios. Pero no, era hombre. Un hombre al que le encargaron llevar a cuestas un deporte, una ciudad y un país entero. Maradona fue el fútbol, fue Nápoles y fue Argentina.

Siro López

Se ha ido el más grande. Después de ver a Pelé en el Mundial del 70, pensé que nunca volvería a ver a un jugador de esa magnitud. Hasta que llegó Maradona. Me fastidió verle llegar al gran rival del Madrid, pero luego lo disfruté. Lo disfruté y lo sufrí en esos dos años que estuvo en el Barça.

Lo gocé también en el Nápoles, al que hizo campeón de manera increíble. El Nápoles era un equipo de mitad de tabla, en el mejor de los casos. Es como si alguien llega a España ahora y hace campeón al Betis. Los propios argentinos, que han tenido a ambos, dicen que Diego está por encima de Messi. Aquel fútbol era más complicado. Hacer las cosas que hacía, con aquellas defensas durísimas que se salían con la suya porque había muchas menos cámaras, tiene un mérito infinito. Hoy los defensas no pueden hacer tantas perrerías, y a pesar de esas trabas Maradona logró lo que logró.

Lo que hace con la selección argentina tampoco tiene parangón.

Hemos perdido posiblemente al jugador más grande de la historia, y puede que del porvenir. No creo que volvamos a ver a nadie parecido a Diego Armando Maradona. Como ser humano también nos abandona un grande. Sus compañeros hablan de él como de alguien que consagraba el compañerismo, que daba la cara por los que le rodeaban en el vestuario. Sus problemas con la droga le perjudicaron a él, pero quienes estuvieron cerca hablan maravillas de su calidad humana.

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Nacho Peña

Con esta noticia digo adiós al más grande y a mi ídolo de infancia. Nadie ha tratado la pelota como él. Mis primeros recuerdos nítidos en el fútbol son de Maradona. Hablo del Mundial del 90, de su llegada al Sevilla, una revolución que todos recordamos: aquellos toquecitos a la bola de papel de aluminio que hicieron enloquecer al primer anillo del Pizjuán, que le aplaudió como si fuera un torero. "¿De qué planeta viniste?", le gritó Víctor Hugo Morales, y con toda la razón.

Por momentos fue además un gran embajador de Argentina. Te decían Argentina y pensabas en Maradona. Te decían Maradona y pensabas en Argentina. Luego lo afeó al final, pero mejor embajador que ganando el Mundial 86 de aquel modo no pudo haber. En aquel fútbol de entonces te cagaban a patadas (como diría un argentino), y a él se lo hacían. Tiene mucho mérito que pudiera deslumbrar tanto en un fútbol donde ser violento salía tan barato.

Tuvo mala suerte. Tuvo mala cabeza. Se enfrentó a la FIFA. No era un pecho frío. Ninguna muerte de una celebridad a la que yo admirara me ha marcado tanto como esta.

Mundstock comienza a enumerar los vocativos del Maligno: “Mefistófeles, Satán. Satanás, Luzbel...” Le interrumpe Rabinovich: “¿Maradona no juega?”

Ángel Antonio Herrera

Un Rolling Stone del fútbol

Podría decirse que en el estadio fue un virtuoso de lo más imprevisible, y también fuera del estadio, sólo que ahí cambiando el balón por la bronca. Se quiso el rey, y lo fue. En los años últimos, tenía algo de Keith Richards del fútbol, de matón de su propia gloria. Se gustaba llevando aires de rapero, y se había dejado una barba de califa, pero en su día fue un bajito que superaba a los gigantes. El “10” de la mayor magia, Diego, el pibe de oro. Ha dado tardes de gloria, y ha dado noches de no pasar el control antidoping. De todo hay hemeroteca sobrante, entre lo insólito y lo prescindible. De pronto, un día, desaparecía, como si se tomara vacaciones de sí mismo. Pero luego regresaba, y con él el show. Hablo del Maradona del balón, y también del Maradona de calle. Bordaba el regate de zurda, y bordaba la trifulca entre reporteros o hinchas.

No lo olvidaremos. Caminaba como los muy altos, entre el santo de sí mismo y un dios de permiso.

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Jesús Alcaide

Gracias, Diego. Te perdono Dallas.

Que mal lo pasé hace 26 años. En Dallas. Llegué a Estados unidos dispuesto a cantar tus gestas y tu segundo título mundial. Un modesto Homero pendiente de las hazañas de Aquiles , enfebrecido al tomar la pluma, bueno, el ordenador, que no estábamos en Troya. Te elogié en el 4-0 a Grecia, en el 2-1 a Nigeria. Tenías por fin una selección con grandes escuderos como Redondo, Batistuta, Caniggia, mucho más completa que cuando le robaste la mano a Dios y creaste la mayor superproducción en la historia del fútbol, en México. Mucho más que cuando casi renuevas título en solitario, cojo y enfrentado a la Italia rica en 1990, solo apoyado por tu Nápoles que se arrodilla ante tu figura ya inmortal . Y de repente asistí al final. El anuncio de tu sanción por dopaje. Ya no habría más partidos de Maradona en un Mundial. Sólo polémica y las alas quemadas al pasar junto al sol que ya no volvió a calentarte más.

Tuve que cantar y contar el desenlace más cruel, e interrumpir mi sueño de verte como te había visto ocho antes por televisión, rendido ante tu obra monumental en la tierra conquistada por Cortes. Jamás un futbolista firmó una hazaña individual de tal magnitud como la que tú cincelaste en 30 días que conmovieron al mundo. El maldito positivo de Dallas cerró el círculo. Pero nunca podrá borrar de mi mente el convencimiento de que, por haber nacido después de nuestro don Alfredo , al que no pude degustar, tú y solo tu, fuiste lo más grande que vi en los miles de partidos que marcaron mi pasión.

Te faltó jugar en el mejor, en el Real Madrid. Fíjate como te lo perdonamos que hasta te ovacionamos asombrados cuando enarbolabas la bandera del rival azulgrana y dejaste sentados a nuestros Juan José y Miguel Ángel , para firmar un gol de época en un simple partido de la Copa de la Liga. Tranquilo, luego nos vengamos cuando destrozamos a tu Nápoles a puerta cerrada y hasta nos marcamos el farol de que Chendo te hiciera un caño. En fin, allá donde estés, gracias por haberme hecho feliz admirándote como el más grande de ese invento llamado fútbol, lo más importante de lo menos importante. Descansa en Paz, genio.

Emil Sorel

Decían que él que era Dios. Pero no, era hombre. Un hombre al que le encargaron llevar a cuestas un deporte, una ciudad y un país entero. Maradona fue el fútbol, fue Nápoles y fue Argentina. El niño amigo de la pelota que se cruzó con la vida real, con la noche, con la cocaína. Resistió las patadas más feroces en el verde, donde no le hacían daño. Allí fue feliz, protegido del ruido, con pantalones apretados a su trasero respingón y un cuerpo del que brotaba el juego de manera natural. El balón nunca obedeció a nadie como a él.

De Villa Fiorito a la cumbre, donde se encontró terriblemente solo rodeado de la multitud. Exudaba dolor, gritos sordos de ayuda mientras le adoraban sin escucharle. Dicen que fue un buen tipo en el fondo, atrapado por la violencia de una droga que te obliga a realizar una genuflexión para consumirla, en una metáfora cruel y perfecta.

Fue hombre y por eso le quisimos. Con sus fallos, con su gloria, profundamente humano en su existencia errante, buscando una paz que nunca llegó porque quizá no existe. Todos fuimos Maradona en el patio del colegio, marcando un gol de parábola irreal. Todos fuimos Maradona cuando nos equivocamos y nos dimos cuenta al día siguiente, rezando para poder rebobinar la cinta de nuestra vida. Fue la belleza huyendo de la fealdad. Murió delante de todos, a lo largo de los años. Murió tanto y tantas veces que la noticia definitiva nos sobresaltó. Fuiste uno de nosotros, pibe. Hasta siempre.

Todos fuimos Maradona en el patio del colegio, marcando un gol de parábola irreal. Todos fuimos Maradona cuando nos equivocamos y nos dimos cuenta al día siguiente, rezando para poder rebobinar la cinta de nuestra vida.

Mario de las Heras

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José María Faerna

El Diego héroe trágico

Maradona no es una persona cualquiera, se repetirá cientos de veces ahora mismo con Andrés Calamaro. Ahí está todo dicho. No vale la pena discutir si fue el mejor, si Pelé, si Don Alfredo, si Messi. Maradona fue único, eso es todo. En esa compleja trama de lo individual y lo colectivo que le da al fútbol su particular densidad, Maradona fue siempre una anomalía, un caso sin igual. La carrera de todos los jugadores legendarios que en el mundo han sido tiene un escudo (o varios) de fondo: nadie es mejor que todos juntos, esa es la verdad última del fútbol que enunció con lucidez Di Stéfano. Sin embargo, el Diego disputó una liga que solo él parecía jugar. Su imagen se escabulle de las camisetas que vistió a lo largo de su vida salvo la albiceleste de Argentina, quizá porque de ser argentino no hay quien escape. Siempre me ha llamado poderosamente la atención este rasgo maradoniano. Bueno, Nápoles, dirán algunos. Sí, el Diego comparte el trono partenopeo de San Gennaro, es tan napolitano como aquel Raimondo di Sangro, Principe di Sansevero, ilustrado y barroco como él, como él químico y alquimista. Pero fue el Diego quien adoptó al Napoli, no el Napoli el que se fundió con el Diego como el Madrid se hizo uno con Di Stéfano o el Ayax y el Barça con Cruyff. El Napoli subió a los cielos alzado a pulso por Maradona (el sur andrajoso y digno haciéndole por fin una higa en forma de pimiento al norte gris e industrioso de Milán y Turín), y volvió después mansamente a su condición descamisada de equipo local que en realidad nunca abandonó. Maradona es la quintaesencia del héroe solitario, trágico y patético a un tiempo, con la muerte escrita en el rostro. Porque el héroe es fatalmente humano y por tanto mortal. Maradona no es de nadie y es de todos, y hoy el mundo es una Argentina aún más grande que llora su asombro.

Maradona se fue perdiendo en vida mientras se anidaba para siempre en el interior de todos los que le vimos jugar y así ha quedado, como en un cromo, como en aquel cromo del 82 con toda la vida por delante.

Antonio Hualde

Recuerdo especialmente dos testimonios, el de un taxista de Buenos Aires y el de un napolitano. El porteño se quejaba, ya hace años, de la “bola” que se le daba al astro argentino en su país, de la mala vida que llevaba y de lo poco ejemplar que era. “Ché, todos quieren saber qué piensa el Diego del corralito, de la devaluación del peso o de la deuda…¡Como si el tipo supiera algo de nada!”. Pero acto seguido se interrumpía a sí mismo, sentenciando “pero ¿cómo no le van a preguntar? ¡Es el Diego, viste, nos lo dio todo!”.

Por su parte mi amigo Andrea -su padre fue médico del Nápoles- idolatraba al Maradona que conoció en su ciudad. No le importaba en qué se había convertido. Recordaba, en cambio, cómo él solo ganó el Scudetto -a diferencia de Messi, siempre bien rodeado en el Barça y en la “albiceleste”- y la devoción que le profesaban los tifossi. Era uno de los suyos, al nivel, por ejemplo, de Fabio Cannavaro.

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Pepe Kollins

Un mito es aquella persona que desde que nació asumió su condición de personaje, no como un ego más representando esta comedia sin sentido que es la vida para la mayoría, sino en la vivencia de un papel con un significado universal que luego aquellos huérfanos de horizonte hicieron suyo. Eso mismo fue Diego Armando Maradona.

El Diego nació mito y desde su niñez asumió su condición recreando con sus malabares los prolegómenos e intermedios de los partidos, en uno de los cuales fue entrevistado para la televisión a la que declaró: “Mi sueño es ganar un Mundial”. Era 1970 y tenía nueve años.

Su condición de elegido se propagó, ya como profesional, siendo casi un adolescente que alumbraba los estadios argentinos poniendo en un serio aprieto a un país dado al requiebro verbal pero que en aquella ocasión asistía tan maravillado como impotente a un déficit de palabras que pudieran explicar aquel fenómeno.

Ante sus ojos se desplegó futbolísticamente la grandeza que rememoraba a la de una patria, una antigua potencia mundial, cuyo pasado glorioso apenas perduraba en la arrogancia del que fue y ya no es aun sabiendo que podría haber seguido siendo porque en su esencia era.

Y, en esta condición, el chico partió, como marca el canon heroico, a una tierra lejana, donde comenzó una carrera frenética que le enfrentó a grandes oponentes deportivos a los que en gracia de su genialidad superaba, pero también a la carga de su mito, a la que sabía que no podía doblegar y que le dictaba que el tiempo corría en su contra.

Fue en Nápoles, una suerte de Buenos Aires europea, donde El Diego encontró la sintonía necesaria para reconocerse en su relato. El antiguo Reino de Nápoles y dos Sicilias, transmutado en un territorio de parias al servicio del opulento norte italiano.

Cuando El Diego volvió a su país ya había asumido, no su carácter mitológico, que era primigenio, sino el sentido del mismo: levantar a los caídos, elevarlos hasta un pasado memorable, hasta una esencia que todavía era sin ya ser.

Probablemente nadie que sea argentino podrá entender lo que vivió todo un pueblo cuando, en la consumación de su relato, Diego Armando Maradona se convirtió durante las cuatro semanas que duró el Mundial de México, en 1986, en el mejor futbolista que jamás se ha visto. Nadie podrá asumir el sentimiento de un país derrumbado, castigado, empobrecido y, por entonces, doblegado militarmente, cuando el pelusa consiguió dejar atrás a toda la armada británica, marcar con la mano de Dios y finalmente convertir a la Argentina en el mejor país del mundo. Nadie, excepto los napolitanos.

Porque El Diego doblegó, posteriormente, sin necesidad de interpretar otro papel, a todos sus rivales en el mejor campeonato de fútbol que jamás ha conocido la historia, devolviendo, de nuevo, el orgullo de ser quien fuiste y, por tanto, quien puedes ser.

Pero rara vez hay mito sin tragedia. Convertido Maradona en semidios y poseído, por tanto, de la hybris (la vanidad que los griegos atribuían a los seres del Olimpo para su perdición) sucumbió a su propia desmesura.

Su final no emborrona ninguna historia, si acaso la confirma como lo que fue desde el principio: la vida de un héroe que pudo con todo menos contra su propia naturaleza y que nos enseñó que es posible lograr ser aquello que se desea, aun en las peores circunstancias, porque en el fondo, ya lo somos.

No hay despedida que valga para alguien eterno. Gracias, Diego.

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Rafa Moreno

No cuenten conmigo aquellos que piensen que Maradona fue futbolista. No se me acerquen quienes digan incluso que fue el mejor de todos los que se dedicaron al fútbol ante sus ojos. No se atrevan a hablarme de deporte, ni de competición, y menos de títulos, ligas o mundiales. Quienes así hablen estarán tan en lo cierto, que no habrán entendido nada.

No habrán entendido el delirio y la magia. No habrán entendido el temor y el temblor. No habrán entendido que el fútbol fue solo el medio utilizado por Maradona para ejercer una inapelable labor poética como fin en sí mismo, como el único y prodigioso fin de hacer presente lo que raras veces comparece para celebración colectiva: la belleza de un sortilegio, el milagro de una (y otra y otra y siempre otra) hazaña, el asombro, la misteriosa fusión de épica y lírica que da sustento a esto tan raro de seguir viviendo pese al triste y penoso y trágico ocaso de Maradona.

Hay finales que lo son antes de serlo. Hay penas que van viniendo a plazos hasta la pena final. Es entonces cuando algo nos cruje y cesa toda broma, toda tragicomedia y todo esperpento. Es ahora cuando queda seguir creyendo en las cosas increíbles que hemos visto. Es ahora cuando Diego Armando Maradona regresa a lo intangible por (in)justicia poética. Todos sabíamos que pasaría más pronto que tarde. Y todos debemos llegar a saber que mienten los finales, que su presunto poder absoluto es incapaz de clausurar el recuerdo emocionado que se viene, el hechizo ya sin mácula de un gambeteo eterno con el 10 a la espalda.

“Ché, todos quieren saber qué piensa el Diego del corralito, de la devaluación del peso o de la deuda…¡Como si el tipo supiera algo de nada!”. Pero acto seguido se interrumpía a sí mismo, sentenciando: “pero ¿cómo no le van a preguntar? ¡Es el Diego, viste, nos lo dio todo!”

Athos Dumas

En el momento de recogimiento previo a la final que tiene el Madrid en San Siro, nos cae como una tormenta de granizo la luctuosa noticia del fallecimiento de Diego Armando Maradona.

Me viene inmediatamente a la memoria aquel partido en el Bernabéu, en 1983, en el que regateó sin piedad a nuestro lateral, "Sandokan” Juan José y, acto seguido, perforó nuestra portería del Fondo Norte. Así describía el “Pelusa” aquella jugada: “Esperé al defensa y lo dejé pasar de largo. Se rompió los huevos contra un palo y yo la toqué adentro.” Una jugada poética e inolvidable, en la que su zurda mágica e irrepetible dejó boquiabierto a todo el estadio. Maradona la describió con esa crudeza y esa sorna. Esa bipolaridad que siempre le acompañó durante toda su vida, un genio absoluto vestido con un traje de enfant terrible indomable.

Nunca vi a un jugador con más talento puro. Sus regates, sus “gambeteos”, su manera de anotar libres directos sin tomar ni un metro de carrerilla. Ni tampoco vi jamás a un jugador más castigado por los rivales. Eran otros tiempos, hoy en día habría estado mucho más protegido que entonces, pero en su época era el blanco de todos los centrales leñeros que iban a la caza de sus tibias y de sus rodillas sin piedad, un partido tras otro. Quizás por ello Diego siempre agradeció marcajes como los que le hacia nuestro Miguel Porlán, Chendo, ya que, aunque duros, eran siempre con un toque de nobleza.

Hoy el fútbol llora, a mí se me ha escapado una lágrima recordando a este verdadero Miguel Ángel Buonarroti del balompié. ¡Qué rebueno que eras, Pibe! Ahora te toca jugar en otros terrenos, los Campos Elíseos del otro mundo.

Descansa en Paz, Dieguito.

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Alberto Cosín

Nací en 1985 y por lo tanto no viví con uso de razón la mejor época de Maradona en un terreno de juego. Lo descubrí cuatro o cinco años más tarde gracias al bendito VHS. Aún recuerdo la cinta de vídeo 'Lo mejor de los Mundiales' de la Revista Tiempo y donde se veía al Pelusa evitando una entrada a ras de suelo de un surcoreano. En esas imágenes se observaba el culmen de la belleza del juego expresada en la bota izquierda de un jugador argentino en el Mundial de México. Una compilación de jugadas, regates, pases y goles como jamás se vieron en un Campeonato de tal tamaño. También se veía la dureza de los rivales para intentar detener al 10. Patadas alevosas de los surcoreanos, entradas duras de los italianos, a los ingleses intentando evitar lo inevitable o a los belgas intentando cazarle. Nada, era imposible. Era su Mundial. Era su momento. Un jugador capaz de marcar los dos goles más famosos de la historia en cuestión de minutos. En la final ni la fuerza y el tesón de los alemanes pudieron con su genio y su talento. La copa llevaba su nombre.

Su final no emborrona ninguna historia, si acaso la confirma como lo que fue desde el principio: la vida de un héroe que pudo con todo menos contra su propia naturaleza y que nos enseñó que es posible lograr ser aquello que se desea, aun en las peores circunstancias, porque en el fondo, ya lo somos.

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Antonio Vázquez

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