REVISTA PANENKA
·21 de enero de 2025
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El 8 de noviembre de 2016, el irreverente Donald Trump se proclamó por primera vez nuevo jefe del mundo libre. Un presidente que, en el país del béisbol, el básquet o el fútbol americano, tiempo atrás tuvo vínculos con el soccer. ¿Algunos ejemplos? En 1991, sacó las bolas del bombo en un sorteo de la Copa inglesa. El pasado año, intentó comprar un club colombiano. E incluso lo ha practicado. Durante una sola temporada, la 1962-63, como medio defensivo de los Scarlet Nights, el equipo de una escuela militar de Nueva York. En el #Panenka59 rememoramos un año en el que mostró su cara más tolerante, y es que no tuvo problema alguno en jugar con mexicanos…
Donald Trump entra en los vestuarios esbozando una pequeña sonrisa. Su apariencia evoca autosatisfacción. Viene de una suave sesión al día siguiente de un partido. En las duchas, se encuentra con Sandy McIntosh, un compañero de clase que sale de su entreno de béisbol. En la primavera de 1963, los dos adolescentes, de 16 años, son estudiantes del mismo centro internado, el NYMA (Academia Militar de Nueva York). Donald comienza la conversación sin un saludo previo: “supongo que te han hablado del golazo que marqué ayer, ¿no?”. Sandy McIntosh muestra un gesto de incredulidad, ya que él estuvo presente viendo el partido. “Uh, Donald, no creo que hayas marcado ningún gol…”. Trump sale al contraataque, cortante. “¡Claro que he marcado un gol! Y chuté tan fuerte que incluso rompí las redes… ¡Quiero que lo recuerde todo el mundo!”. Más de 50 años después, Sandy todavía se sigue riendo. “En realidad, ni siquiera había redes en las porterías. Siempre solía mentir… En la escuela, el soccer estaba mal considerado en comparación con el fútbol americano, el básquet o el béisbol”. Pero, ¿por qué Trump alteraba tantas veces la realidad? Sandy tiene la teoría: “Creo que ya estaba tratando de crear su propia leyenda”.
Una leyenda que terminaría por desbordar las expectativas. El 8 de noviembre de 2016, Donald Trump se convirtió en el presidente número 45 de los Estados Unidos superando, contra todo pronóstico, a la demócrata Hillary Clinton. Un hombre de negocios cuya fortuna personal se estimaba, según sus propias cuentas, en 3.700 millones de dólares. “Nos quedamos gratamente sorprendidos con los resultados electorales”, aseguraba Max Appedole, un rico promotor inmobiliario que se autodefine como el ‘mini-Trump mexicano’. “Normalmente, los políticos decepcionan, pero él no es un político y por eso no nos va a defraudar”. Más que un colaborador, Max era un amigo personal del nuevo presidente de los Estados Unidos. Estaba allí para la apertura de la Torre Trump en 1983. “Me reconoció y dijo: ‘Usted no ha cambiado, Max’. Le respondí que eso era gracias a todas las fiestas que organizaba. Él me respondió: ‘Tengo el mismo secreto de belleza'”. Ambos se conocían desde hacía mucho tiempo. Concretamente, desde la escuela de fútbol de NYMA, en la que Donald jugó una temporada, la de su último año en la academia, desde otoño de 1962 hasta el verano de 1963. Un año bisagra en la vida de Donald, en un centro que “le cambió la vida”, según Max: “Se ha convertido en el hombre que es gracias a su estancia en la Academia Militar”.
Para llamar la atención, y siendo como era un niño hiperactivo, hacía siempre lo que mejor sabe hacer: provocar. En primaria, por ejemplo, se autoexpulsó al descanso de un partido de fútbol organizado entre las escuelas del barrio
Como en todo buen guión hollywoodiense, no hay nada azaroso en el destino de su vida. Hijo de Fred Trump, un rico agente inmobiliario de Nueva York, tacaño y soberbio, Donald peleó durante mucho tiempo para seguir los pasos de su padre. Para llamar la atención, y siendo como era un niño hiperactivo, hacía siempre lo que mejor sabe hacer: provocar. En primaria, por ejemplo, se autoexpulsó al descanso de un partido de fútbol organizado entre las escuelas del barrio. “Se comía las naranjas enteras sin pelar, fijando la mirada en los contrarios, para mostrarles que era un chico duro”, recuerda Paul Onish, antiguo compañero de clase convertido en agente de seguros. Algunas semanas antes, Donald había propinado un puñetazo a su profesor de música en el ojo, porque dijo ante todos que no sabía nada de música. “¿Quién podría olvidarlo?”, suspira Ann, de 82 años, una de sus antiguas profesoras. “Él ya estaba orgulloso por entonces de su largo mechón rubio. Se sentaba con los brazos cruzados y la mirada penetrante en su rostro, como si todo el tiempo quisiera retar a quien le reñía. Siempre rechazaba asumir sus propios errores por muy evidentes que fueran”. Cansado de recibir llamadas telefónicas del director del colegio, fue Fred el que decidió, en 1959, enviar a su hijo a la NYMA. Donald, de 12 años de edad, se puso el uniforme por primera vez. “Técnicamente, aquello fue una especie de expulsión de su casa”, analiza su biógrafo, Michael D’Antonio. “No fue un hecho especialmente traumático pero, de repente, se encontró lejos de su familia y del cómodo estilo de vida al que estaba acostumbrado”.
En la mansión familiar de Queens, los Trump solían degustar hamburguesas caseras, preparadas por los cocineros internos, mientras veían la televisión en color, un lujo en aquella época. En cambio, en NYMA, Donald comería macarrones con queso cada día, se despertaría de madrugada con el sonido de la corneta y descubriría las montañas de Storm King a 100 kilómetros al norte de Nueva York, a las afueras del pequeño pueblo rural de Cornwall-on-Hudson. Ahí se encuentra el castillo de la NYMA, un antiguo y majestuoso edificio que da la bienvenida a los visitantes entre árboles centenarios de gran tamaño que tiñen el paisaje de amarillo. Fundada en 1889, la escuela militar ha reconducido a ilustres alumnos como el hijo de Fulgencio Batista, dictador cubano, o incluso a Joe Bonanno, un famoso mafioso italoamericano apodado Joe ‘Bananas’. Ha servido de correctivo para ‘hijos de papá’ de todo el mundo. Jack Serafin, un antiguo estudiante, lo resume en pocas palabras: “¿Recuerdas La Chaqueta Metálica? Bien, pues aquello era lo mismo pero con chavales de 12 años. Había una educación muy estricta en un ambiente bastante hostil, pero de ahí también ha salido gente excepcional”. Para Trump, aquella estancia fue determinante: cuandó llegó no sabía cómo hacer una cama, apenas podía atarse los cordones de los zapatos e ignoraba que tuviera que lavarse los dientes por la noche antes de acostarse. Para sobrevivir, depositó su energía en un aspecto en el que descubriría habilidades naturales: el deporte. ¿Su principal argumento? El físico. “Sobre el terreno de juego no pasaba desapercibido”, remarca Appedole. “Era potente, rápido y atlético”. Trump jugaba a todos los deportes: béisbol, básquet, fútbol americano, squash y, por supuesto, soccer, en el seno del Scarlet Nights, el club de la escuela militar. “Sin embargo, no llamábamos así a nuestro equipo”, aclara Alfred Harrison, uno de los delanteros del equipo. “Lo llamábamos ‘Nosotros’, en español. ¿La razón? La mayoría de los jugadores provenían de familias ricas de América del Sur o de México que querían dar una educación estricta a sus hijos”, continúa Pablo Curtin, el hijo del entrenador.
Jugaba de centrocampista defensivo, en tareas de liderazgo, y portaba el brazalete de capitán. Sus palabras a los compañeros antes de cada partido siempre eran las mismas: “Ganar lo es todo, es lo único que importa”
Cuando Donald era más joven, ya llevaba un balón consigo en las vacaciones en las playas privadas de Long Island, cuando el resto de niños estaban jugando a béisbol con sus padres. “Aprendió rápido a jugar a soccer a pesar de no ser su deporte preferido”, afirma Paul Curtin. “Tenía una buena lectura del juego dentro del campo”. Donald jugaba de centrocampista defensivo, en tareas de liderazgo, y portaba el brazalete de capitán. Sus palabras a los compañeros antes de cada partido siempre eran las mismas: “Ganar lo es todo, es lo único que importa”. Ya en aquella época “Donald tenía poca paciencia con las tonterías”, recuerda Ted Pait, el lateral izquierdo. “Pero era un buen compañero, un tipo que jugaba para el equipo, querido y respetado”. Jugaba en equipo, sí, pero él era el jefe: “Él quería ser el primero y que todo el mundo lo supiera”, explica McIntosh. Una obsesión que a veces requería de sacrificio. Max lo sabe: “Él entendió que para ganar en el fútbol, había que ser un jugador de equipo, hacer pases. Se la pasaba a todo el mundo. Incluso a los mexicanos… “. La mezcla cultural era, de hecho, muy destacable. “Era muy cosmopolita”, añade Appedole. “Trump no destacaba porque su padre tuviera tanto dinero. Había hijos de reyes y de presidentes del mundo que eran más ricos que él. Recuerdo a un padre yendo a buscar a su hijo en helicóptero. Hoy en día es habitual, pero por aquel entonces no lo era”.
A pesar del poder adquisitivo de las familias, los compañeros de equipo estaban todos entregados a los objetivos comunes. “Le di un dólar a cada jugador para cenar en el autobús, tras un partido fuera de casa”, cuenta Ted Pait, responsable también de la logística. Los desplazamientos suponían un soplo de aire fresco. “Se tocaban guitarras, acordeones, percusión… había una atmósfera de locura en la parte trasera de los autobuses”, rememora Harrison. Al pisar el terreno de juego se respiraba el mismo estado de ánimo: “Algunos cantaban el himno nacional de sus países sudamericanos antes de saltar al campo y después nos motivábamos con nuestro grito: ‘Nosotros, Nosotros, rah, rah, rah”. La finura técnica estaba muy limitada por el estado de los campos rivales, sobre todo los de las escuelas públicas que había por todo el estado de Nueva York. Y para los cuales el soccer es más parecido a su primo americano: “Ellos jugaban muy duro”, dice Alfred, que se fracturó la muñeca contra el Ellenville, un equipo de rednecks [paletos conservadores] de una población de pocos miles de habitantes.
Un joven Donald Trump posa para la foto oficial del Scarlet Nights, el equipo de fútbol de la Academia Militar de Nueva York.
Hace unos años, el equipo de soccer de la NYMA ganó el campeonato estatal impulsado por un entrenador inglés, pero aquel año sería más difícil. A pesar de un buen inicio de temporada, con tres victorias en tres partidos, el ‘Nosotros’ no resistiría bien el juego tan físico de sus oponentes. Terminó último clasificado con tres victorias en once partidos. ¿Algo que reprocharse? “No, en absoluto”, sentencia Alfred Harrison. “El orgullo más grande es haber sido una de las escuelas pioneras en el desarrollo del fútbol en los Estados Unidos, y poder ver todos estos campos de soccer en los que mis nietos juegan hoy”.
Para Donald, el orgullo también estaba más allá de la clasificación final del equipo. ‘Trump, el deportista del año’, titulaba en 1963 el semanario de la escuela a final de curso. “Es bonito ver el nombre de uno impreso”, confesaría. Fue la primera vez que salía en el periódico. En las votaciones de final de curso, fue elegido ‘Ladies’ Man’ por el resto de miembros de la academia. Las chicas siempre iban a ver sus actuaciones al campo de fútbol, de forma sigilosa, pues la presencia femenina en el interior del campus estaba completamente prohibida. “Como a nadie le importaba el soccer, no había muchos controles de acceso por aquel entonces. Y además, todos sabemos que en Estados Unidos el fútbol es un deporte para chicas”, se burla Sandy. En su habitación, Trump cambió la bombilla del techo para colocar una luz ultravioleta para broncearse la piel. Siempre quería llevarse a sus compañeros a la playa para tomar el sol. Se convirtió en delegado de clase y organizaba excursiones a Manhattan para los estudiantes. “Ya se interesaba por la cultura de los negocios”, afirma Max Appedole. “Entre nosotros, decíamos en broma que se estaba formando para ser jefe de las fuerzas armadas. Y al final, se ha hecho realidad. Estaba predestinado a gobernar”.
A raíz de una lesión en la rodilla durante la universidad jugando al fútbol americano, tuvo que abandonar toda actividad deportiva. Extraoficialmente, se rumorea que su padre le habría obligado a dejarlo para centrarse en los estudios y el trabajo
A los 17 años, Donald dejó el centro para llevar a cabo sus estudios de Economía y comenzó a trabajar con su padre. Fred descubrió cómo su hijo se había convertido en un verdadero hombre. Un hombre nuevo, sin duda. Cuando su biógrafo menciona aquellos años en la academia, el multimillonario no habla de un castigo sino de “una influencia muy positiva”. Incluso confiesa: “Cuando recuerdo quién era yo durante mis primeros años y quién soy ahora, veo básicamente la misma persona”.
Por desgracia, a raíz de una lesión en la rodilla durante la universidad jugando al fútbol americano, tuvo que abandonar toda actividad deportiva. Extraoficialmente, se rumorea que Fred le habría obligado a dejarlo para centrarse en los estudios y el trabajo. McIntosh puntualiza que “hemos hablado todo el tiempo de su mentalidad ganadora y de su físico, pero nunca de su técnica”. ¿Puso fin a su carrera en el soccer por culpa de sus pies cuadrados? Sandy sigue preguntándoselo a menudo, no sin una gran dosis de ironía: “No soy especialista, pero cuando me dijiste que también le daba pases a los mexicanos, pensé que sería porque se desviaba la trayectoria del balón por culpa de la forma de sus pies”.
*Las declaraciones de P. Onish fueron recogidas por The Washington Post y las de Donald Trump, extraídas del libro Trump Revealed: an american journey of ambition, ego, money and power.