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La Galerna

·14 de agosto de 2019

Los cerebros de Zidane: Origen (I)

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Zinedine Zidane no necesitaba entrenar al Real Madrid. No necesitaba entrenar a nadie, de hecho. Su trayectoria en el terreno, incluso con sus excesos dionisíacos, permanece apolínea en la memoria. Perfecta. Virtuosa. Inconmensurable.

Pero un día decidió hacerlo. Se tomó su tiempo y, como quien se levantaba y pide huevos para desayunar, decidió que iba a ser entrenador del Real Madrid. No entrenador a secas, porque eso no tendría sentido, sino del Real Madrid. Y así, aupado en su divino pasado, abrió las puertas de Chamartín sin necesidad de pedir permiso. Y sin necesidad de demostrar nada más allá de su voluntad, se sentó en el banquillo del Bernabéu atendiendo la llamada de la mitología.


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Porque pasó así, y no de otra forma, a Zidane lo envolvió la duda desde el soslayo de los que no comulgaban con la fe que lo adoraba sin preguntar. Porque, además, una vez sentado donde antes Benítez, Ancelotti, Mourinho y Pellegrini, nunca habló como ellos, los infieles dudaron más. Porque, para mayor escarnio, luego en el campo no hizo lo que todos hacían, pero ganó más que cualquiera, el escepticismo se convirtió en mofa y la mofa en un sambenito de que no tenía idea de nada.

Porque luego en el campo no hizo lo que todos hacían, pero ganó más que cualquiera, el escepticismo se convirtió en mofa y la mofa en un sambenito de que no tenía idea de nada.

Zidane llegó al banquillo del Madrid en enero de 2016, siete años y un puñado de meses después de que Guardiola, el espejo en el que lo miran, pero en el que él nunca buscó su reflejo, lo hiciera en el del Barcelona. Lo del entrenador del City fue revolucionario y arrollador. Aceleró el cambio. Después del él, el fútbol dejó de jugarse igual: forjó un nuevo paradigma. Pasada casi una década, todos nos acostumbramos a medir la virtud en razón de las reglas que estableció, finalmente, el Barcelona multicampeón. Y Zidane no les hizo mucho caso.

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El francés es un entrenador extraño a ojos de 2016. Incluso cuando es agresivo en sus palabras, su tono es sibilino. No siente la necesidad de explicar nada, de enseñar, de proyectar una imagen de sabio. Tampoco es como Di Stéfano, que entre lunfardo y lunfardo dejaba aforismos para la posteridad. Y no es Cruyff: es muy difícil imaginarse a un Zidane retirado explicando apartados técnicos del fútbol de sus equipos en un programa de televisión o escribiendo un libro que instruya sobre los entresijos del juego. No obstante, eso no significa que no haya sustancia en el fútbol sobre el que se cimentó el Real Madrid supercampeón.

Para empezar, hay que entender que, aunque hubiese pizarra, aquello siempre fue lo de menos. El juego de posición se ha hecho tan importante en este siglo en parte debido a que entrenarlo crea equipos capaces de repetir patrones de juego como autómatas, algo que sirve tantísimo a los grandes equipos que disputan tres y cuatro competiciones con ambición de ganarlas todos en un calendario de sesenta y tantos partidos. Hay algo tangible detrás de ese fútbol. Algo a lo que agarrarse en la rutina. Aquellos que se desviaron de ese estándar, se entregaron a un factor de hiperactivación anímica desde el juego mismo que ayuda a que los jugadores vivan cada encuentro como el más importante. Zidane nunca fue ni lo uno ni lo otro.

Para empezar, hay que entender que, aunque hubiese pizarra, aquello siempre fue lo de menos.

El Real Madrid que conformó era un equipo que en la rutina podía perderse. Salvo el año en que contó con la mejor plantilla jamás vista, y se la jugó a tener dos equipos distintos, nunca pudo hacer del Madrid una máquina del triunfo y del juego. Aquello debía ser parte de sus cálculos porque nunca pareció buscar una pizarra salvavidas.

Lo que sí buscó desde el minuto uno en el banquillo del Madrid fue crear un equipo. Desde el primer partido, el Madrid de Zidane tuvo sus consignas claras: se trataba por un lado de ganar a través del balón y su uso. Pero no al estilo de otros grandes equipos de la década, con secuencias de pases y movimientos tácticos sempiternos, sino a partir de unos principios de juego firmados como manifiesto. El Real Madrid poseía entonces quizás la plantilla de mayor calidad técnica existente en las tres líneas y seguro la más creativa. Y sobre ello cimentó Zidane el fútbol de su Madrid. Recuperó la confianza maltratada de sus jugadores y los sedujo, recordándoles de lo que eran capaces.

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Así, salvo el particular caso de James Rodríguez, los jugadores del Madrid comenzaron a jugar con una confianza desbordante en su técnica y, desde ahí, en su fútbol. Una vez liberado ese potencial, les inculcó la cautela. Como individuos, debían atreverse a todo; como colectivo, sopesar todos los riesgos. Aquello, añadido a un Cristiano Ronaldo que bajo la guía de Zidane redujo su campo de acción, tanto en lo territorial como en lo táctico, para enfocar su juego al remate, el gol y el desequilibrio más individual, dio forma a un equipo que navegó las aguas de la Champions y los partidos de exigencia máxima con superioridad sin perjuicio de las siempre transitorias circunstancias adversas.

los jugadores del Madrid comenzaron a jugar con una confianza desbordante en su técnica y, desde ahí, en su fútbol. Una vez liberado ese potencial, les inculcó la cautela.

En la pizarra, en lo puramente táctico, el Madrid de Zidane cambiaba. Se adaptaba. Más que a los rivales, a los momentos propios y del campeonato. Las lesiones, por ejemplo, eran el pistolazo de salida de los cambios de sistema. Su Madrid podía saltar a cualquier partido a presionar arriba y al siguiente a replegar. Un día de ataque exterior, otro de juego más por dentro. La táctica y la estrategia variaban, los principios que regían el juego del Madrid… no mucho. Exuberancia técnica y creativa, poso y control. Tal y como jugaba el Zidane futbolista.

Y eso no es baladí: a la larga, Zidane confeccionó un equipo que se parecía a él y a los equipos en los que jugó, separados solo por el velo del tiempo y las circunstancias. El Zidane jugador era un cerebro. Una torre de control y poderío técnico que ganaba partidos con imaginación y ayudaba a no perderlos con circunspección y calma. Ese sello estuvo presente en el Real Madrid de las tres Champions. Tanto en el colectivo como a nivel individual. En el gran día de la obra, la final de Cardiff, Zidane alineó en el centro del campo a tres futbolistas cerebrales. Tres playmakers. Cada uno un pedazo de su alma. Como futbolista, Zidane vivió en tiempos de caza y derribo de los jugadores creativos. Retirado en 2006, vio cómo volvía el culto a ellos, con condicionantes como las cuotas de balón y la posición. Una década después, en una exhibición legendaria, Zidane alineó a tres que eran como él y no les puso límites. A continuación, cómo fue eso posible.

II. El gran director.

III. Modric, el Blanco.

III. Sucedió una noche en Cardiff

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