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La Galerna

·22 de enero de 2022

La Supercopa del estadista

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La segunda Supercopa saudí, como en 2020, la volvió a ganar el Madrid. La final tuvo el sabor de un whisky añejo porque la jugaron el Real y el Athletic Club de Bilbao. Hacer que este clásico del fútbol español se juegue en un oasis en medio de la península arábiga debería estar penado por ley. Resulta una abominación, lo primero de todo, estética: el Madrid-Bilbao no sólo está en la génesis del balompié en España sino en la del mismo Real Madrid, y sus enfrentamientos directos tanto en Liga como en Copa, hace 90 años, jalonaron el crecimiento del primer gran Madrid campeón, el Madrid republicano pre-Bernabéu. Es curioso porque la última final que jugaron los dos equipos fue la de Copa del año 58. El Madrid ya era tres veces campeón de Europa y sin embargo el Bilbao se apuntó la gloria de quitarle un título al equipo de Di Stéfano. Aun hoy, los vizcaínos pueden presumir, junto con el Chelsea y el Aberdeen, de tener un balance favorable contra el Madrid en finales: se han jugado Madrid-Bilbao en albero, junto a plazas de toros, bajo la lluvia y el barro, pero faltaba que se jugara en el desierto de la postmodernidad. Todo ese lustre histórico queda menguado por la deslocalización que ha globalizado (otro sinónimo de vulgarizado) un juego donde la memoria y la identidad resultan capitales para mantener vivo el vínculo con el aficionado (cliente).

Se han jugado Madrid-Bilbao en albero, junto a plazas de toros, bajo la lluvia y el barro, pero faltaba que se jugara en el desierto de la postmodernidad

Antes de la Final escuché en la radio la semifinal que enfrentaba, en Riad, al Madrid con el Barcelona. En un momento dado de la retransmisión —Radioestadio, Onda Cero— el conductor del programa le preguntó, un poco retóricamente, al locutor: «Qué pocas mujeres hay en el estadio, ¿no?» La respuesta fue algo así como «muy pocas, cuatro o cinco hemos visto». Los demás contertulios, divididos entre periodistas, exfutbolistas, exárbitros y Míster Chip, ecce homo, comentaron de pasada que era una pena, algo tremendo, y pasamos a la siguiente cuña publicitaria antes de que haya gol en el Napoli-Fiorentina de la copa de Italia, señores, que manda la actualidad informativa.


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Lo que me llamó la atención, sobre todo, fue la indiferencia con la que pasaron por encima del asunto, para mí capital, de la Supercopa arábiga del presidente Rubiales. A pesar de que estaban hablando de la nula presencia de mujeres en un partido de fútbol entre dos equipos españoles con el mismo tono con el que comentarían la acumulación intempestiva de nubes en el cielo, no me refiero ya a la indiferencia moral. Por desgracia hace tiempo que cualquier noción mínima de ética o deontología desapareció del periodismo, por eso pasan las cosas que pasan, y no digo en el fútbol. Me refiero en este caso a la indiferencia profesional que manifestaron cuantos tipos tenían en ese momento un micrófono delante de la boca. Indagando un poco en Internet he descubierto que apenas un par de periodistas en un podcast de El Mundo han dedicado una parte de su tiempo a hacerse las preguntas fundamentales acerca del meollo del asunto, que no es otro que por qué la Supercopa de España se va a jugar casi diez años en una teocracia islámica.

Hacer que este clásico del fútbol español se juegue en un oasis en medio de la península arábiga debería estar penado por ley

Mientras en la radio parloteaban de pasada intentando rápidamente quitarse un tema tan incómodo de encima, en un momento en el que en el Madrid-Barcelona no pasaba nada, la señal de televisión nos mostraba a Rubiales en el palco del Rey Fahd de Riad. El presidente de la Real Federación Española de Fútbol se arrellanaba muy ufano en uno de esos butacones tan horteras de color blanco, repujados en oro, propios de la aristocracia árabe. Se ve que cuando descubrieron el petróleo los estraperlistas de la Arabia Félix de los romanos dejaron las jaimas decididos a no tocar nunca más el suelo cuando estuvieran sentados. A Rubiales se le veía orgulloso, sintiéndose importante entre sheiks ataviados con túnicas y turbantes que miraban impasibles las pantallas de sus móviles, aunque a mí me recordó a los gorilas de seguridad que custodiaban al rey que dio nombre a ese estadio cuando llegaba al palacio con forma de alfanje que se hizo levantar en una loma de la Costa del Sol para pasar los veranos y regar Málaga de dinero infinito.

A Rubiales se le veía orgulloso, sintiéndose importante entre sheiks ataviados con túnicas y turbantes que miraban impasibles las pantallas de sus móviles, aunque a mí me recordó a los gorilas de seguridad que custodiaban al rey

En noviembre de 2019, el presidente Rubiales anunció que refundaba la Supercopa de España vendiéndosela a los saudíes por tres años, hasta 2023, a razón de 40 millones de euros por año. El argumento era que la Supercopa era un torneo «abocado a desaparecer», «un bolo de verano» que, reconvertido en cuadrangular y trasladado de finales de agosto a principios de enero se transformaría en «el torneo oficial corto más importante del mundo». Rubiales se travestía poco menos que en Robin Hood asegurando —lo sigue haciendo— que la mitad del dinero iría «para nutrir de ingresos extra al fútbol desfavorecido»: robarle petrodólares a los malvados jeques para repartirlo entre la infeliz nación del infrafútbol y «abrir puertas» al «desarrollo» de la mujer saudí, promocionando además el nacimiento del fútbol femenino en un país donde la mujer vive en un régimen legal de tutela masculina desde que nace hasta que muere.

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Rubiales aseveró desde el primer día que los hombres y las mujeres acudirían a los estadios saudíes «en plena igualdad» pues así, dixit, se lo obligó él a los saudíes «por contrato». Esta cosa tan extraordinaria pasó, también, extraordinariamente desapercibida para los periodistas españoles: Rubiales, en un alarde «negociacional» sin parangón en la historia de Occidente, logró pasar por encima de la Sharia, fuente primaria del derecho y la legislación de la monarquía saudí, e impuso la «igualdad de género». En ese por contrato nunca replicado por ningún periodista está todo lo que hay que saber al respecto del asunto. Rubiales, Licurgo reencarnado, aplica el primer mandamiento del poder en España desde el primer minuto (¡el minuto cero!) de su mandato presidencial en la Federación: donde hay patrón no manda marinero y aquí se hace lo que yo diga, que para eso tengo la vara de mando. La prensa traga y no pregunta y se cree que porque lo diga un contrato redactado por cuatro leguleyos españoles en Arabia Saudí consentirán rey, primer ministro, consejo de ministros, consejo consultivo, familia real, ulemas, jeques tribales y oligarcas comerciales en transgredir con los estrictos códigos morales del wahabismo.

Las mujeres podrán entrar libremente en los estadios y sentarse donde ellas quieran, siempre y cuando logren el permiso de sus padres, maridos o hermanos para salir ante de sus casas

Las mujeres podrán entrar libremente en los estadios y sentarse donde ellas quieran, siempre y cuando logren el permiso de sus padres, maridos o hermanos para salir ante de sus casas.

El disparate no hay por dónde cogerlo. Las únicas voces discordantes, en España, son las que vienen del universo Mediapro, que está vendido al capital qatarí: de Guatemala a Guatepeor. En Arabia Saudí las mujeres no pueden salir a la calle sin vestir la abaya, la túnica oscura que las tapa desde la punta de los zapatos hasta el cuello, y por supuesto sin el hiyab o el niqab, los velos que cubren su cabeza y rostro casi por completo. En 2020 Cristina Cubero dejó testimonio incomparable de la servidumbre voluntaria del periodismo deportivo patrio cuando subió a Tuiter una foto con «su amiga saudí». En la foto celebraba «la Supercopa del cambio», pero de la amiga saudí sólo se podían ver dos ojos rasgados detrás de una tela, y por encima, unas gafas redondas. Desde luego que hay una gran verdad en eso de que los plumillas deportivos están reinventando el género cómico en España.

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Nadie señala las incongruencias, la hipocresía, y cuando alguien dispara Rubiales hurta el cuerpo con esa sinvergonzonería tan del pícaro barojiano o de Galdós, tan del listo de arrabal de La lucha por la vida. Rubiales, hablando, es como el penúltimo sketch de Pantomima Full. Nos vende su tecnotrabajo en Tecnocasa. Y ahí lo tienes, con los jeques. Como un «grande uomo». Arabia Saudí es una colmena gobernada por el Islam más riguroso de donde han salido casi todos los yihadistas que han cambiado la faz del mundo en el siglo XXI. Por no irnos tan lejos, lleva un lustro en guerra con su vecino yemení. Su juego de tensiones con los ayatolás de Irán aboca desde hace tiempo al Golfo Pérsico a una inestabilidad rica en golpes y contragolpes de Estado, intervenciones en guerras cercanas y una relación ambigua y sibilina con Estados Unidos y la Unión Europea. En 2019, el príncipe heredero mandó que descuartizasen a un periodista con nacionalidad estadounidense en la embajada de Estambul porque le molestaban sus artículos. Como Occidente le vendió hace tiempo su alma al dinero del petróleo, en Abu Dhabi se ha abierto un Louvre, el Mundialito se juega frente al Mar Rojo y la Fórmula Uno se corre en el desierto. Rubiales, por supuesto, no se podía quedar sin su gran show mahometano, y en la «ceremonia» de presentación del Madrid-Bilbao de la final copió sin rubor el espectáculo de la UEFA antes de cada final de la Copa de Europa. A veces no queda ni sangre en el cuerpo para sonrojarse.

Nadie señala las incongruencias, la hipocresía, y cuando alguien dispara Rubiales hurta el cuerpo con esa sinvergonzonería tan del pícaro barojiano o de Galdós, tan del listo de arrabal de La lucha por la vida

Rubiales dice que quienes lo critican por llevarse la Supercopa a Arabia Saudí lo hacen «sin mucha base» y «por aparentar». Exige rigor en la crítica pero sólo habla de dinero: «Encontramos un presupuesto con unos ingresos de 147 millones y ahora estamos por encima de los 400 anuales. Esa es la gestión de mi equipo». Gestión. Rubiales habla como un publicista de criptomonedas. Me da miedo que saque un día el blockchain para justificar la decisión de llevarse un trocito de España a Arabia Saudí por un puñado de dólares. El chorro de millones le sirve para taparle la boca a los clubes españoles, que menos el Madrid están todos quebrados. Porque al final es eso. La Supercopa de España proyecta una idea del país, una idea de España. Proyecta en el mundo el nombre, y el nombre es una constelación de evocaciones que van mucho más allá del dinero, del dinero y de la «gestión».

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Hay fórmulas para revitalizar el torneo sin tener que prostituirlo legitimando la marca internacional de la teocracia islámica de unos nómadas sentados sobre una montaña de oro negro. El cuadrangular es una excelente idea que puede llevarse a cabo a lo largo de un fin de semana intenso en cualquier ciudad de provincias española con más o menos tradición futbolera: Jerez, Córdoba, Jaén, Salamanca, Zamora, Oviedo, El Ferrol, Logroño, Albacete, Teruel. No para de hablarse de la «España vaciada» y se derrocha la posibilidad de inyectar no sólo dinero sino un chute de moral en alguna de nuestras cada vez más alicaídas y deprimidas ciudades de la periferia de la España oficial. Que la RFEF sea de semititularidad pública debería servir para algo, pero en España ya hace mucho tiempo que todo dejó de tener sentido. Encima hay que darle las gracias por hacerlo todo en el nombre de los parias del fútbol español, en el nombre de los marginados, de los olvidados. Él se siente muy bien porque está poniendo «un granito de arena» para que «la situación» en Arabia Saudí cambie. Cuando echó a Lopetegui por firmar con el Madrid dijo que Obama le felicitó por tomar la decisión correcta. Pronto lo veremos en el Foro de Davos.

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