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·8 de junio de 2018

La pitada al himno que precedió la desintegración de Yugoslavia

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EL MUNDIAL Y LA POLÍTICA


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Los himnos nacionales son el símbolo por antonomasia de los Mundiales. Presiden todos y cada uno de los partidos y pretenden encarnar, algunos con más acierto que otros, las maravillas y bondades del país que representan. Así, por su propia naturaleza, se pueden aplaudir o abuchear y siempre cabrá una interpretación política de los motivos que llevaron a los ciudadanos de determinado país a proferir pitidos al himno de una selección rival, sabiendo que si sucede durante los prolegómenos de un enfrentamiento de fútbol en la competición más importante del planeta tomarán aun mayor relevancia. Lo que no sucede muy a menudo es que sean los propios ciudadanos los que rechacen su himno. Eso mismo le pasó a la selección de Yugoslavia en uno de los amistosos de preparación para disputar el Mundial de Italia 90, el último pudo ver en acción al combinado balcánico en una Copa del Mundo.

Sucedió en junio de 1990. El Muro de Berlín había caído hacía poco menos de un año, dejando herido de muerte al bloque socialista y advirtiendo de lo que estaba por venir, pues apenas un año más tarde también se confirmaría la disolución de la URSS y, casi paralelamente, estallaría la Guerra de los Balcanes, el conflicto armado más sangriento acontecido en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, que desembocó en el fin de Yugoslavia. Un año antes de que los acontecimientos se precipitaran los futbolistas de la selección de Holanda fueron testigos involuntarios de que algo no iba bien en los Balcanes en su visita a Zagreb, la capital de la entonces autonomía de Croacia. Cuando sonó el himno yugoslavo en el estatio Maksimir la afición, de mayoría claramente croata, empezó a abuchear el himno. Los croatas ya no sentían que Yugoslavia les representara.

Los holandeses no entendían nada. Frank Rijkaard y Marco Van Basten, los autores del 0 a 2 con el que acabó el partido, se miraban incrédulos. Lo que no sabían Leo Beenhakker y sus futbolistas es que Yugoslavia estaba a punto de implosionar. La muerte del mariscal Josip Broz Tito en 1980 había sumido el país en una deriva social y económica de la que ya no se recuperaría. Diez años más tarde de la muerte del jefe del estado yugoslavo desde 1953 los nacionalismos internos y el choque religioso entre los distintos grupos culturales agitaron la sociedad balcánica como hacía décadas que no sucedía en Europa y aquella pitada que el público de Zagreb, mayoritariamente croata, dedicó a una selección que ya no sentía como propia puso de manifiesto que algo gordo iba a pasar.

Porque los pitidos al himno pusieron en evidencia que había que reformular Yugoslavia o arriesgarse al baño de sangre que fue y que duró diez años, entre 1991 y 2001, saldándose con doscientos cincuenta mil víctimas mortales civiles. Antes de que esto sucediera la multiculturalidad yugoslava que representaba el himno de una selección que iba a formar con cinco bosnios (Mirsad Baljic, Faruk Hadzibegic, Davor Jozic, Safet Susic y Zlatko Vujovic), tres serbios (Predrag Spasic, Dragan Stojkovic y Dejan Savicevic), dos croatas (Tomislav Ivkovic y Zoran Vulic) y un esloveno (Srecko Katanec) voló por los aires, como el equilibrio que mantuvo a los Balcanes en paz desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Todos ellos todavía tendrían tiempo de competir por última vez bajo una misma bandera en el Mundial de Italia 90, cayendo en los cuartos de final frente a la Argentina subcampeona de Diego Armando Maradona. Lo que vino después constituye el capítulo más triste de la historia europea desde 1945, con permiso del drama de los últimos años en el Mar Mediterráneo.