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La Galerna

·3 de julio de 2024

La mejor batuta: Fernando Redondo

Imagen del artículo:La mejor batuta: Fernando Redondo

Las orejas. Sí, las orejas. El extraterrestre de “Sin noticias de Gurb” se refiere a ellas como un error más del diseño del cuerpo humano. “Las orejas, pegadas de cualquier manera a los lados del cráneo, bastarían por sí solas para descalificarlo”. Don Matías Prats padre llegó a decir, al conseguir un torero un trofeo por su buen hacer en la plaza, “el diestro ha cortado un apéndice auricular”.

Sin embargo, qué importantes son las orejas. Ese miembro de pliegues extraños, puerta cartilaginosa del oído y, en muchos casos, perforado por ornamentos de toda clase, nos ha permitido disfrutar, y mucho, de música, conversaciones, confesiones, secretos e información de todo tipo, amén de servir de soporte a las gafas, pues de no ser por las orejas tendríamos que sujetarlas con chinchetas o implantes de imanes de neodimio. Igualmente, en la gente de, ay, abundoso cabello, presta un servicio como horquilla natural que previene la caída hacia delante del pelo.


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El lector se preguntará, con excelente criterio, por qué esta fijación con las orejas. La explicación, inane como cuanto escribo, no es parafilia alguna, sino que son capitales en los personajes a los que me voy a referir.

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El eximio director de orquesta Herbert von Karajan, quizá el más mediático que vieran los siglos, tenía en sus orejas su herramienta de trabajo, obviamente. No sólo porque, pese a milagros como el encarnado por Ludwig Van Beethoven, sordo como un calcetín en sus últimos años y, aun así, el mejor compositor de la historia junto con Bach, Mozart y Wagner, el mero pensamiento de un director de orquesta sordo es un contrasentido como un piloto ciego o un violinista manco. Karajan encontró la excelencia en su campo, convirtiendo la Filarmónica de Berlín en el instrumento perfecto, especialmente en las obras de Wagner, y ejerció de capital divulgador, llevando la música clásica a las masas, mediante su interés desmedido en las tecnologías de grabación más novedosas, abrazando cualquier sistema que le permitiera inmortalizar la música y legarla a la eternidad. En esto último fue un verdadero revolucionario, pues nadie había manejado con tal soltura el clasicismo de las obras que dirigía con la vanguardia tecnológica, incluyendo ese sistema consistente en discos plateados relativamente pequeños que empezaron a proliferar a finales de los 80, los compact disc, de los que, antes de su fallecimiento en 1989, logró grabar 240. Excelso director, bon vivant, personaje mediático cual estrella de rock y revolucionario tecnológico. Polifacético cuando menos.

Karajan tenía un ego inflamado, insondable e infinito, y una atención al detalle igualmente obsesiva, también sobre su propia imagen, hasta el punto de someterse a varios estiramientos faciales para mitigar, en la medida de lo posible, los estragos de los años en su rostro. Los melómanos más mordaces sostenían que, desde las localidades más cercanas, teniendo en cuenta que el director de una orquesta dirige de espaldas a la audiencia, se percibían claramente las cicatrices de tales procedimientos estéticos justo detrás de sus orejas.

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Fernando Carlos Redondo Neri dirigió la orquesta del Real Madrid desde 1994 al año 2000. Llegó procedente del Tenerife, ese equipo de infausto recuerdo más de 30 años después, desde donde llegó junto con Jorge Valdano, nuevo inquilino del banquillo madridista tras el estallido de Benito Floro en Lérida y un trimestre del interino Vicente del Bosque.

Redondo fue la exigencia principal de Valdano, que lo veía como el vértice del mediocampo en rombo que quería implantar en el Bernabéu. Los otros tres puestos los ocuparían, en teoría, Míchel por la derecha, Martín Vázquez por la izquierda y el recién llegado, suspiro, Michael Laudrup. El único que se mantuvo inamovible fue el danés, pues Redondo, lesionado por Mendiguren en pretemporada, tuvo que ceder su lugar a Luis Milla, Míchel, con un ligamento cruzado roto, fue suplido por Luis Enrique, y Martín Vázquez se vio adelantado por la pujanza de un aparente descarte, como fue el cántabro José Emilio Amavisca.

Redondo fue la exigencia principal de Valdano, que lo veía como el vértice del mediocampo en rombo que quería implantar en el Bernabéu. Era el mediocentro total, el único jugador que, junto con Mauro Silva, he visto manejar por sí solo un centro del campo, conjugando tareas de robo y organización

El juego aseado, inteligente y sin artificios de Luis Milla fue suficiente para inflamar un debate en el que se sostenía que el Real Madrid jugaba mejor con él que con Redondo, para que vea usted, estimado lector, que estas cosas de la prensa vienen de antiguo. El argentino, un tallo de 187 cm, tenía un manejo de balón superior al turolense, con una zurda técnicamente impecable, abarcaba mucho más campo y, aunque se prodigaba mucho menos de lo que hubiéramos deseado, poseía un disparo muy estimable. El despliegue físico de Redondo debía mucho a su imponente físico y el excelente manejo que tenía del mismo. No sólo su colocación y su forma de proteger el balón con el cuerpo eran impecables, sino que sus codos, sacados hacia fuera, constituían un argumento disuasorio enormemente convincente a la hora de desaconsejar a un contrario disputar un balón al argentino. Era el mediocentro total, el único jugador que, junto con Mauro Silva, he visto manejar por sí solo un centro del campo, conjugando tareas de robo y organización, interrumpiendo las jugadas del contrario e iniciando las de su propio equipo con igual pericia y excelencia técnica y táctica.

A todo lo anterior, se unía, en el plano estético, una melenita que le valía las críticas de los futboleros menos permeables a las nuevas manifestaciones capilares. Desaparecían los centrales con bigote y venían la España de las perillas del Mundial 94 o la melenita de Redondo, cuyo recuerdo arquetípico lo incluye con el 6 del Real Madrid a la espalda, pisando un balón y colocándose detrás de las orejas unos pocos pelos que se le habían venido al rostro, imagen icónica donde las haya.

Precisamente de la selección argentina vino la primera polémica a cuenta de ese pelo unos pocos años después, cuando el seleccionador Daniel Passarella decidió exigir a sus jugadores llevar el pelo corto. Redondo hizo bandera de su melena y se negó, lo que le valió su exclusión de la albiceleste. Ello redundó en que el jugador estuviera centrado exclusivamente en su club, regalándonos exhibiciones como la vuelta de semifinales de Champions de 1998, en la que él, en solitario, dio la mayor muestra de aplastante superioridad que hayan visto mis ojos de un jugador sobre el resto del equipo contrario. Simplemente aburrió al Borussia Dortmund. En ese Wesfallenstadion, Redondo decidió que no pasaba nadie, daba igual que fuera Andy Möller, Matthias Sammer, Stéphane Chapuisat o el balrog de Moria. Se quedó con el balón, robó todo lo que tuvieran los contrarios y no me extrañaría que también se llevara las bombillas del estadio.

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En la temporada 99-2000, convulsa como pocas, y ya con el pelo corto, don Fernando Carlos llegó a Old Trafford con el Real Madrid. El resultado de la ida en el Bernabéu fue de 0-0, y el partido iba 0-2 con un gol de Keane en propia meta tras una de las tradicionales galopadas del Orzowei gallego Míchel Salgado, y otro de Raúl. En ese momento Redondo hizo “lo” del taconazo. Creo que huelga cualquier descripción adicional, ya saben, el gol lo empujó Raúl y 0-3. Nuevamente, nuestro argentino sacó su superioridad física, técnica, táctica e incluso intelectual, y dejó al Manchester United preguntándose qué estaba pasando, cómo era posible que ese Real Madrid que había cambiado de entrenador a media temporada, que jugaba con tres centrales como un equipo pequeño y que tenía un mediocampo formado sólo por Redondo y por el inteligentísimo e infravalorado Steve McManaman, les estuviera sobando el morro en el Teatro de los Sueños.

Los genios esconden cosas detrás de sus orejas, da igual a qué se dediquen, pero siempre resultan revolucionarios, ya sea llevando la música sinfónica a las masas, y elevando a Wagner a nuevos niveles, o redefiniendo el puesto de centrocampista y dejando a Henning Berg en la estacada con un taconazo que, por derecho propio, es historia del Real Madrid, igual que su autor, don Fernando Carlos Redondo Neri, “el Príncipe”.

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