Florentino y la silueta prometida | OneFootball

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La Galerna

·21 de enero de 2020

Florentino y la silueta prometida

Imagen del artículo:Florentino y la silueta prometida

Ese levantar florentiniano de brazos, con la chaqueta y las manos abiertas, es ya una imagen mítica. Toda la vida en el escenario, en esos palcos de dios(es). Y yo me pregunto: ¿Quién no prefiere ver los toros desde la barrera?

Florentino Pérez lleva buena parte de su vida mirando al Madrid desde el palco, que es como mirarlo desde el cielo, o como las batallas desde la colina, o ni siquiera eso. Esas sillas o sillones de los palcos con su disposición de asiento de cohete, donde uno debe de superar con estoicismo y fortaleza una especie de ignición de noventa minutos.


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Florentino Pérez es un cosmonauta que se ha pasado (y sigue) la vida viajando a través del universo, atado a esa silla de la nave viendo desfilar estrellas y planetas, siempre concentrado en conducirse. Practicando la contención. Un cerrar los ojos sin cerrarlos mientras parece que todo va a explotar.

Esa imagen esquiva y mítica de Florentino Pérez, reservada para la apoteosis, es precisamente ese estallamiento. La erupción del madridista primigenio que se remueve por dentro del astronauta. Sólo tres veces hemos visto ese fenómeno, como una rareza maravillosa que nos conmueve.

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Esa imagen es el desbordamiento imparable de la felicidad, que ni hasta el más templado hombre del espacio es capaz de controlar. Es la ruptura emocional, infantil, de los terribles protocolos de la madurez y de las alturas. La humanidad manifestándose de nuevo libre como aquella vez en Lyon, cuando Benzema la liberó por primera vez sin solución.

Yo tras El Gol de Ramos me arrodillé en el suelo de mi casa apretando los puños como Mourinho aquella vez sobre el césped del Bernabéu. Yo no levanto la voz casi nunca, de hecho, cuando hablo casi no se me oye, pero aquella vez grité como si fuera el rey escorpión y me oyeron hasta en Menfis, y luego di golpes y más golpes sobre mi pobre sofá antes de terminar llorando maravillosamente con un llanto de efecto narcotizante y psicotrópico que me dejó como recién nacido.

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Si yo hice eso aquel día, en ese mismo momento, en el minuto noventa y dos y cuarenta y ocho segundos de la final de la Copa de Europa de 2014, a Florentino Pérez se le escapó sin remedio el niño madridista delante de todos los potentados del fútbol y más allá. Más allá del omnipresidente apareció el hombre en bendita soledad bulliciosa, el niño soñador, deseoso de salir a la calle, como salido del corazón, igual que un Oompa loompa saltando por fuera de la fábrica de chocolate.

Con la chaqueta abierta, los brazos abiertos, las manos abiertas intentando asir la vida (llenarse de ella) que flotaba en Lisboa en esos momentos. Atraparla como si ese cohete suyo hubiera estallado en colores y en sabores y en olores y en formas inimaginables. Un viento juvenil que le trajera aires de un pequeño Florentino emocionado a finales de los cincuenta con la imponente figura de Alfredo Di Stéfano.

Aquel gol nos trajo a todos reminiscencias de nuestros tiempos mas felices. Nos hizo viajar en el tiempo como en el espacio a través de agujeros blancos en una nave que condujera Florentino Pérez quien, por un momento, dejó los mandos para celebrar con nosotros, como nosotros, y nos dejó la imagen mítica del madridismo moderno y de siempre y para siempre: la silueta del hombre sencillo y henchido de alegría que levanta los brazos mientras le aletean los faldones de la chaqueta, como si hasta ella fuera feliz.

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Esa imagen es la imagen del Madrid como de la NBA es la silueta de Jerry West. Es la imagen que volvimos a ver hace unos días en ese palco de Oriente, el palco que parecía el puente principal de un destructor del imperio galáctico en el que Florentino Pérez volvió a ser un niño supercampeón de Europa.

El cosmonauta niño que se quita el casco sin cuidado, ingrávido, que levanta los brazos como si fuera un pequeño Cristo de Corcovado madridista. El Florentino al que un imaginario abuelo le contaba la historia madridista como aquel Peter Falk le contaba a su nieto, entre fotografías y banderines, la historia de La Princesa Prometida.

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