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La Galerna

·30 de abril de 2024

El partido de nuestras vidas

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El mundo, que es una mentira como cantaba Camarón, alberga sin embargo unas cuantas cosas que son de verdad. Por ejemplo, un Real Madrid-Bayern de Múnich siempre es de verdad. Es imposible esconderse en uno de estos partidos y quien lo hace está muerto para siempre. Son regalos que cada cierto tiempo nos hace el fútbol para que no lo abandonemos del todo. No hay nada más cruel, despiadado y voluptuosamente hiperrealista que un Madrid-Bayern, ese escenario afilado donde se caen todas las máscaras y, como en las grandes tempestades en alta mar, se desnuda al marinero y se saca lo que cada hombre lleva dentro.

Es un duelo conradiano cuyo origen está en el principio del tiempo y que ahora que vivimos en una época en la que todo es reciclable, renovable y biodegradable, está concebido para perdurar, como un palacio de piedra y mármol en medio de una ciudad de cartón. Un monumento a la guerra y a la conquista, a la voluntad de prevalecer y ganar. Un recuerdo imperecedero de que el juego tiene como fin único la victoria, no el disfrute. Nos reconcilian con lo que tanto quisimos.


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Un Real Madrid-Bayern de Múnich es Un monumento a la guerra y a la conquista, a la voluntad de prevalecer y ganar. Un recuerdo imperecedero de que el juego tiene como fin único la victoria, no el disfrute

Es posible pasarse la vida acodado en la barra de un bar recordando todos los Madrid-Bayern que uno ha visto. Los míos son diez: cinco entre el 2000 y el 2004 y otros cinco entre 2007 y 2018. Heredé la creencia de mis mayores de que el Madrid no podía ganar en Alemania y resulta que en las últimas tres eliminatorias el Real ha jugado en Munich más tranquilo, con más temple, sosiego y mando, que en el campo del Mallorca o en Mestalla. En torno a ellos se levanta el edificio de nuestro tiempo. Los sucesos y las personas, las cosas que vimos, hicimos o padecimos, dimanan de estos partidos como ramificaciones o sarmientos de la vid que somos, sembradas en los años que tenemos.

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Me acuerdo, por ejemplo, de uno de los Bayern-Madrid más amargos, el de marzo de 2007. El Madrid de Capello llegó al Allianz —era la primera vez que jugaba en ese nuevo estadio— defendiendo un 3-2 conseguido a duras penas en la ida, aquella noche en la que Van Bommel celebró con cortes de manga a la grada uno de esos chutazos desde la frontal, tras un despeje defectuoso de la defensa, que nos persiguen a los madridistas en los sueños desde que tenemos conciencia del mundo.

Heredé la creencia de mis mayores de que el Madrid no podía ganar en Alemania y resulta que en las últimas tres eliminatorias el Real ha jugado en Munich más tranquilo, con más temple, sosiego y mando, que en el campo del Mallorca o en Mestalla

Ese día tuve que ir al oftalmólogo y vi el partido de pie, al fondo del bar de siempre, con la vista dilatada y las gafas sucias de la lluvia que me cayó por el camino. A los diez segundos a Roberto Carlos se le escurrió el alma bajo los tacos de su pie izquierdo, que ya lo había hecho inmortal, y como todavía los goles fuera valían doble un Madrid catatónico sobrevivió a dos goles de pasar hasta que a Ramos le anularon un golazo legítimo después de que le partieran la nariz. Khan pudo vengarse de aquella otra vez de Helguera y el Madrid, aparentemente, quedó visto para sentencia de todo. Tres días después empató disparatadamente en Barcelona y empezó, con el entrenador desahuciado y la Justicia investigando unas elecciones amañadas, la remontada liguera más delirante de las que se tienen memoria.

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El Madrid-Bayern es una relación íntima, una enemistad profunda y pasional, con raíces tan viejas como el Mediterráneo. Si se enumeran los grandes actores de esta tragedia, tan sólo los que yo he visto, sale la historia del fútbol europeo moderno: Khan, Casillas, Kuffour, Hierro, Salihamidzic, Roberto Carlos, Effenberg, Redondo, Zidane, Lizarazu, Elber, Cristiano Ronaldo, Benzema, Marcelo, Müller, Kimmich, Lewandowski, Guti, Robben, Carvajal, Ribery, Neuer, Keylor, Raúl, Ramos, Makaay, Jancker, Modric, Kroos, Casemiro, Ballack, Schweinsteiger, Alaba, Mourinho, Ancelotti, Heynckes, Ottmar Hitzsfield, Del Bosque…

El Madrid-Bayern es una relación íntima, una enemistad profunda y pasional, con raíces tan viejas como el Mediterráneo

Cada eliminatoria es en sí misma un ciclo heroico clásico, por eso estos dos equipos no pueden verse ni en finales, donde no hay redención posible, ni tampoco en competiciones menores. Sólo en la Copa de Europa es posible un enfrentamiento cosmogónico así. Las eliminatorias nunca son cerradas y nunca hay un desequilibrio tan grande entre los dos equipos que se produzca una asimetría. Los errores, incluso los garrafales, pueden ser remendados, en algún momento de la ida o de la vuelta se va a deparar una situación propicia para el perdón, para la enmienda. Las catástrofes casi nunca son definitivas y se suele terminar agónicamente, con el resultado final en un puño, tanto la vida como la muerte a un solo gol de distancia.

Como los Madrid-Bayern, en el siglo XXI, se han jugado prácticamente en todos los lustros, a un par mínimo por década, hemos visto transformarse a los villanos en seres de carne y hueso y a las personas en leyendas de Homero. Oliver Khan, que era un malo de cuento de Poe, quedó reducido a un pobre ciego, como Edipo, que imploraba por migajas de gloria en la Europa League, con lo que él había sido. Sergio Ramos descendió dos veces a los infiernos, la peor de todas en 2012 con aquel penalti lunar y lunático, para proyectarse desde la hora más oscura del alma hasta el firmamento de los ungidos por la divinidad a cabezazos. En el partido del que ahora se cumplen justamente diez años, el 0-4 al Bayern de Guardiola en la vuelta de las semifinales de la que terminaría siendo por fin la décima Copa de Europa del Madrid, Ramos derribó todas las estatuas y abrió la gran puerta montado en el caballo de los conquistadores.

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Son tantas las imágenes que acumulo desde el primer Madrid-Bayern que recuerdo, un 2-4 en el Bernabéu en una de las dos liguillas que se inventó la UEFA para aquella edición de la Champions, la del 99-00 que acabó en París con la Octava saliendo por debajo del bigote hierático de Del Bosque, que podría aburrir al personal galernauta durante horas como un abuelo Cebolleta que cuenta batallitas. Aunque por otra parte creo que esa y no otra es la verdadera vocación con la que nací, porque todo el mundo me dice que soy un viejo en el cuerpo de un treintañero cada vez, por otra parte, más pasado.

Cada eliminatoria es en sí misma un ciclo heroico clásico, por eso estos dos equipos no pueden verse ni en finales, donde no hay redención posible, ni tampoco en competiciones menores. Sólo en la Copa de Europa es posible un enfrentamiento cosmogónico así

En el partido de allí, en aquella fase de grupos doble, el Madrid perdió 4-1 y Helguera metió un golazo desde 30 metros. Es curioso porque el Olympiastadion daba más miedo que ahora el Allianz, aunque el estadio moderno haya sido concebido mucho más vertical, sin pistas de atletismo, ideal para que la grada alemana aturulle y asfixie al rival a base de esos cánticos incansables tan germánicos. Pero el Olympiastadion tenía un aspecto más siniestro y, aunque las tribunas estaban mucho más alejadas del campo, daba la impresión de ser una de esas explanadas de Nüremberg donde los nazis hacían sus cosas, como las que retrató Leni Riefensthal en El triunfo de la voluntad.

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Algo de esa oscuridad atávica, de los bosques de Teotoburgo donde Varo perdió las legiones de Augusto, de las leyendas nibelungas, palpitaba en aquellas gradas ondulantes que nunca vieron ganar al Madrid. Sin embargo, en el Allianz el historial de derrotas es mucho menor, de hecho el Madrid ha ganado más partidos allí de los que ha perdido. Las últimas tres eliminatorias entre ellos han desequilibrado tanto, con respecto a la tradición, el duelo en favor del Madrid, que a la vista de este nuevo choque, el primero de la tercera década del siglo, yo, que soy supersticioso, me tiento los machos.

El Madrid-Bayern, dice Ángel del Riego, es la batalla más larga del mundo, y es verdad. No tiene ni principio ni final. Remite directamente al tiempo de los buenos y los malos, de los héroes y de los villanos, el tiempo en que los niños recrean el mundo en su imaginación y se hacen una composición de lugar fantástica. El Madrid-Bayern es una parte de todo aquel decorado que aún camina con nosotros. Alemanes grandes, fieros, terribles, se imponen entre nosotros y la gloria. Visten de rojo y aman ganar tanto como nosotros. No hay deudas de identidad, los dos sangramos por la misma herida. En ese sentido es el superclásico más puro que existe. No hay política ni envilecimiento.

El pique Ramos-Neuer, fue un poco la versión moderna del Khan-Raúl o del Effenberg-Hierro de antes, que había sido la repetición suave y edulcorada del Mathaüs-Juanito

Las reglas son antiguas y conocidas por todos. La primera: el que habla primero, pierde. Por eso ahora Carletto y Tuchel, que ya se han visto en unas cuantas, son muy cautelosos. Antes había más salseo. El Madrid se caga en los pantalones, dijo Salihamidzic tras que remontaran aquel punterazo de Geremi que se comió Khan, en la primavera del 2002. El Madrid venía de palmar el centenariazo y entonces Roberto Carlos, Solari y Zidane convirtieron el carril izquierdo del viejo Olympiastadion en un canal de dibujitos animados. Fue un preludio de lo que se vería en la final de Glasgow, pero antes hubo que prender en llamas el Santiago Bernabéu como yo no he visto nunca más suceder en ese estadio frío y majestuoso que el Bayern suele encender en cuanto asoman sus casacas rojas por el túnel de vestuarios. Es curioso pero el Bernabéu adquiere un tono único cuando lo visita el Bayern, una elevación sublime, una seriedad preñada de fuego que ningún otro equipo, ni el Barcelona, ni Guardiola, ni nadie, es capaz de suscitar.

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Guardiola, que como dije el otro día es la nueva bestia negra, la bestia negra moderna, también quiso participar de la rivalidad más extraordinaria de la historia del fútbol. Urdió un Bayern de juego interior implacable y luciferino con el que encerró al Madrid en su campo durante los quince minutos más perturbadores que recuerdo. Pero perdió. Perdió ese partido y sobre todo el segundo, la victoria más clara ocurrida en un Madrid-Bayern, el día que iban a arder los árboles de toda Baviera y que yo terminé levantando a mi madre en brazos en el salón de mi casa cuando Ramos se puso el don delante y le metió el segundo frentazo a Neuer en diez minutos.

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Ese, el pique Ramos-Neuer, fue un poco la versión moderna del Khan-Raúl o del Effenberg-Hierro de antes, que había sido la repetición suave y edulcorada del Mathaüs-Juanito. El Madrid y el Bayern parece que se llevan citando desde los 70 para reinventar esa dimensión ambiental y simbólica del fútbol que muchos llevan tiempo olvidando, como si la misión de estos dos mastodontes primigenios fuera recordar que este juego no es el soccer del entertainment blanco anglosajón que están comprando los árabes sino una forma incruenta (aunque no del todo) de hacer la guerra.

La vida puede explicarse con un Madrid-Bayern y seguirá siendo así mientras exista el fútbol y a nosotros nos dejen verlo

He visto a Mourinho de rodillas llorando por la Copa de Europa que siempre tendremos dentro por ganar, que era la suya, y a los mejores lanzadores de penaltis de toda una generación fallar el suyo, todos a la vez. He visto a Asensio desdoblarse en el gigante que fue en una realidad paralela y a Casillas empotrado contra el larguero como si fuera un murciélago sin alas. A Higuaín romper de un martillazo en fuera de juego la Piedad de Miguel Ángel que Marcelo esculpió para él en la prórroga de 2012. Escuché a Helguera tirándose al vacío para empujar un rechace que echó abajo Chamartín dentro de los auriculares de mi walkman y vi la portada del Toma y toma que le dedicó el Marca a Oliver Khan al día siguiente, con Zidane enganchado del cuello de Guti. La vida puede explicarse con un Madrid-Bayern y seguirá siendo así mientras exista el fútbol y a nosotros nos dejen verlo. Al final podremos contar que todos estos partidos fueron nuestra propia guerra de Troya.

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