REVISTA PANENKA
·12 de noviembre de 2024
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·12 de noviembre de 2024
Ocho largas horas de trayecto. Llegamos justos, pero con el tiempo suficiente para registrarnos en las oficinas del Ferencváros, anexas al estadio, y ser habilitados para la compra de entradas. Sí, una medida curiosa. Inédita en España. Pero que, desde verano de 2014, cuando se inauguró el Groupama Arena, funciona como sistema de seguridad para tratar de erradicar el mal comportamiento en las gradas. Se supone que el registro tan solo nos llevará unos minutos, tal y como indican en la propia web del club, pero se trata de un extraño ritual con un trasfondo un tanto oscuro.
Tras rellenar unos formularios con datos personales protocolarios, el registro se completa primero con una rápida fotografía del rostro, y acto seguido, con un escáner de ambas manos. Sobre el mostrador, un trozo de plástico negro con forma poco descriptible toma las huellas del recién llegado. Agotado y sorprendido al mismo tiempo, tan solo desea acabar con ese grotesco ritual. Paso a paso, le siguen los acompañantes, con miradas atónitas a la par que incrédulas. Todavía no hay explicación, aunque con navegar por la red uno se da cuenta de que aquel artilugio sirve como medida para tener un mayor control de los aficionados que acceden al estadio. ¿Y qué necesidad? se pregunta el ya abonado al Ferencváros. Pues bien, en la grada de un club donde la extrema derecha no brilla por su ausencia, los incidentes a lo largo de la historia han sido notables, por lo que, y ante la atenta mirada de la UEFA, la entidad instauró este novedoso sistema, que a la vez generó durante años un vacío en el fondo sur del estadio.
Pero la historia no acaba aquí. Si la situación ya de por sí parece estrambótica, tres pequeños carteles pegados en los cristales le dan el toque final. Así dicen: “Due to UEFA’s security rules, we are currently unable to register French, Swedish and Dutch supporters. They are not allowed to purchase tickets for the home sectors. Please contact the away team for guest tickets or ask the ticket office about VIP tickets”. Ni franceses ni suecos ni neerlandeses pueden acceder al estadio. Sorprendidos, preguntamos a la dependienta, que niega con la cabeza acompañándolo con un “estas son las normas”.
Obtenidas nuestras fan cards, nos dirigimos, aunque con un amargo sabor, al centro de Budapest. Nos esperan tres días de turismo cultural, histórico e incluso gastronómico antes de presenciar el encuentro entre el Ferencváros y el Fehérvár. Curiosamente, los dos equipos en los que Kenan Kodro, hijo del mítico Meho Kodro, defendió su camiseta durante su aventura en tierras húngaras hace algunas temporadas. Acompañada por la exuberancia del Danubio, la capital magiar enamora a todo turista que se pasee por sus calles. Son tres días en los que reventar el contador de pasos, pero es que la ciudad lo merece. Tanto cuando amanece como cuando anochece, Budapest tiene un aura especial. Porque ya no solo hablamos de sus majestuosos edificios, como el Parlamento, el Castillo de Buda o la Basílica de San Esteban. Sus pequeños comercios y los puentes que unen Buda y Pest te hacen sentir en una burbuja. Pero, sin lugar a dudas, existe un lugar en el que la parada es obligatoria. Un lugar donde entender las sombras ya no solo de la ciudad, sino del país: el barrio judío.
Ni franceses ni suecos ni neerlandeses pueden acceder al estadio. Sorprendidos, preguntamos a la dependienta, que niega con la cabeza acompañándolo con un “estas son las normas”
Una de las zonas más antiguas, situada en el corazón de Pest, y que aún mantiene la decadencia, aunque hoy con aires bohemios, de lo que durante la II Guerra Mundial fue un gueto en el que llegaron a vivir hasta 200.000 personas. En tiempos modernos ya solo se conserva una pequeña parte del muro, dedicada al turismo, pero que recuerda la importancia de la ciudad para la comunidad judía. Lugar en el que pararse, e imaginarse cómo, pese a la gran cantidad de judíos que llegaron a Hungría durante el siglo XX, el país magiar decidió darle la mano en 1938 a la Alemania Nazi y empezó a dictar políticas antisemitas. Una situación que empeoró en 1944, pero que cedería ante la ocupación del Ejército Rojo tan solo un año después.
En un mundo divido en dos bloques, a Hungría le tocó estar bajo el yugo comunista. Actuando como un estado satélite soviético, el país magiar emprendió una nacionalización radical basada en el socialismo. Sin embargo, el malestar social debido a la férrea represión política y al declive económico de aquellas primeras décadas llevó a una protesta estudiantil que acabaría desembocando en la revolución húngara de 1956. Empezaba la lucha contra el comunismo, y entre muchos de los disidentes, se encontraban los aficionados del Ferencváros.
El equipo del distrito IX, cuyo significado nos lleva a La ciudad de Francisco, en honor a Francisco I de Austria, históricamente ha atraído a aficionados de clase trabajadora y de clase media baja. Fundado en 1899, fue y es hoy en día el club más popular del país. Sin embargo, con la llegada del régimen comunista, que quiso tener un férreo control sobre el fútbol húngaro, el Ferencváros se vio en el ostracismo. Y es que tras la disolución del Imperio Austrohúngaro y el Tratado de Trianon en 1918, que fue visto como una humillación al perder Hungría dos tercios de su territorio, los sentimientos nacionalistas y de extrema derecha proliferaron entre un antisemitismo a la vez creciente.
Fotografía de Gorka Urresola.
Como era de esperar, las ideologías también llegaron a las gradas del Ferencváros, cosa que se acrecentó con la depresión económica sufrida en la década de 1930. Movimientos de extrema derecha ganaron terreno en los círculos políticos húngaros, y ya en 1939 estos partidos contaban con más del 50% de los votos. En contraposición, el MTK Budapest, considerado el equipo de la burguesía y de los judíos de clase media, disputaba fervientes derbis ante su máximo rival, el Ferencváros. Precisamente, en 1942, el MTK fue disuelto tras años de presión por las autoridades, mientras que el Ferencváros fue tomado por el político fascista Andor Jaross, a la vez el principal organizador de la deportación de judíos.
Sin embargo, estos dos caminos se vieron interrumpidos por el final de la guerra y la toma del poder por parte de los comunistas. El poder político del deporte llevó al régimen socialista a usar el fútbol como arma, recuperando al MTK, que se convirtió en el club del estado. En el otro lado, el Ferencváros, que vio como sus colores cambiaban al rojo y blanco a la vez que el gobierno iniciaba una campaña en su contra, llegando a estar entre 1949 y 1963 sin ganar un solo título. Fue entonces cuando la disidencia comunista creció en las gradas, y aunque la violencia era contenida por parte del gobierno, nada pudo evitar el devastador Otoño de 1956, aplastado a base de sangre por las fuerzas soviéticas.
Si bien el gobierno fue capaz de achantar la revolución, aquel implacable comunismo suavizó, poniendo de nuevo al Ferencváros en su lugar, y devolviendo el sentimiento nacionalista a los estadios. Pero no fue hasta la década de los años ochenta que, con el olvido sobre el fútbol por parte de un sistema soviético ya debilitado, la extrema derecha y la violencia se convirtieron en la norma, especialmente ante los fans del MTK, el equipo arropado por el comunismo. El Ferencváros volvía a ser el líder, y con el colapso del sistema comunista, ya nadie se atrevía a tratar con los aficionados, ni tan solo la Federación Húngara de Fútbol.
No es extraño divisar gestos que recuerdan al nazismo, incluso escuchar cánticos racistas o antisemitas. Y aunque todos estos ultras se consideren antisistema, necesitan el apoyo del gobierno tanto como el gobierno los necesita a ellos
Pero volvamos al Groupama Arena y a los tiempos modernos. Viktor Orban, primer ministro húngaro, se ha sabido arropar bien de una extrema derecha más vigente que nunca. Y aunque sin lazos directos, este ha hecho la vista gorda durante sus años de mandato. De hecho, la victoria electoral de Fidesz en 2010 no hubiese sido posible sin el fervor nacional que tanto se promulga en los estadios. No obstante, la figura del Fidesz también ha generado ciertas suspicacias por parte de los ultras de los clubes húngaros. Especialmente en 2014. ¿Os acordáis de aquel artilugio negro para escanear manos? Pues bien, con la construcción del estadio del Ferencváros, el propietario y diputado del Fidesz, Gabor Kubatov, decidió introducir los escáneres de venas en las puertas. Aquella decisión generó malestar entre los aficionados, llegando a boicotear al club durante más tres años e incluso uniendo paradójicamente a los ultras de los principales equipos húngaros, que se manifestaron en el Parlamento en contra de las medidas.
Gabor Kubatov acabaría cediendo en favor de los ‘Green Monsters’, quienes hoy, vestidos de negro, custodian el fondo sur del Groupama Arena. No es extraño divisar gestos que recuerdan al nazismo, incluso escuchar cánticos racistas o antisemitas. Y aunque todos estos ultras se consideren antisistema, necesitan el apoyo del gobierno tanto como el gobierno los necesita a ellos. Una simbiosis que resulta ilógica, y que, después de tres días en Budapest conociendo su historia y su funesto pasado, nos muestra que las heridas seguirán abiertas mientras que las gradas sigan siendo un caldo de cultivo para movimientos de extrema derecha. Pero qué vamos a pedirle a un país como Hungría, por desgracia condenado a ello. Por cierto, le acabo de dejar mis datos biométricos a un club húngaro. Qué cosas tiene la vida.
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Fotografía de portada de Getty Images.