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·26 de noviembre de 2020

El día que murió Maradona

Imagen del artículo:El día que murió Maradona

El día que murió Maradona fue terrible y gris, uno de esos días de aguaceros intermitentes y violentos, que nos azotan como si alguien allá arriba estuviese llorando con toda la rabia con la que el Pelusa gritaba los goles. No sabemos si ‘el barbas’ estaría alegre porque fuese a recuperar su mano perdida o enfadado porque Maradona se presentó de repente, díscolo, desobediente, como siempre fue. Un día triste, claro, en el que todo el fútbol miraba hacia ese rincón de Buenos Aires donde el corazón de tanta gente había dejado de latir de pronto.

El día que murió Maradona jugó el Atleti, a la noche, un importante partido de Champions contra el Lokomotiv y el estadio fue más tétrico que nunca, en cada silencio se filtraba el recuerdo del Diego, y aquello hacía honor a cuando dijo que “jugar sin gente es como jugar en el cementerio”. Yo miraba el partido porque no hay otra cosa que pueda hacer cuando juega el Atlético de Madrid, mientras que la memoria rescataba detalles inconexos de la vida de un genio que nos marcó a toda una generación. Atacaba el Atleti a los rusos como en la operación Barbaroja mientras yo regresaba treinta años atrás, boquiabierto en la mesa de la cocina de mi casa, el televisor recién estrenado en aquel rinconcito del salón, el bacalao que odiaba y que mi madre siempre me ponía como excusa para el fútbol. Maradona le hacía el gol a los ingleses y el niño que fui se paralizaba de asombro, tal vez por primera vez en su vida, ante aquel barrilete cósmico del que apenas sabía nada.


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Fallaba el Atleti una ocasión tras otra. Como en Moscú, era casi imposible enumerarlas, se estaba definiendo uno de esos guiones que tanto padecemos. Al minuto veinte ya estaba claro todo lo que pasaría, un rival ultradefensivo que va ganando confianza cada minuto que pasa y cada ocasión que se falla, un equipo vulnerable que va haciéndose cada vez más sólido y lo opuesto al otro lado, la fatiga física lleva a la mental, quién sabe si no sea al revés, la ausencia de refresco conduce sólo a esperar que alguien venga a rescatar los puntos.

A la vez, yo me hacía mayor y me iba a vivir a Buenos Aires, aquellos tres meses que fueron tres vidas, donde conocí de verdad a Maradona, a través de la televisión, de la madrugada, de los cafés, del tipo que serigrafiaba las remeras, del taxista, de los potreritos modernos, San Telmo, Recoleta, a través de los torneos en Mar del Plata, de aquella ventanita que daba a la Plaza del Congreso y donde se veía que todo en Argentina es Maradona y cómo no, de aquellas interminables noche de cerveza, pizza y fútbol en el departamento de Diego y Ale, Boca y River, pero Maradona y Maradona.

El partido siguió la estela marcada, no hubo genialidad, no hubo nadie que salvase los puntos y la tranquilidad y eso deja un grupo complicado, dos partidos de infarto para buscar la clasificación. El silencio volvió al silencio y ya de nuevo el recuerdo de Maradona lo invadió todo en la noche negra y cerrada. Seguían lloviendo llantos desconsolados de todo el mundo del fútbol. Se ha muerto el Diego de la gente, el Dios de toda una generación a los que enseñó la belleza sublime del juego, pero también muchas otras cosas de la vida, de la rebeldía, del fracaso. El Diego descarnado, la realidad sin edulcorantes, el bien y el mal, sin filtro, sin medida. Se murió Diego Armando Maradona, quedará siempre su recuerdo, su mito, aquel niño con la boca abierta frente a un televisor en la ciudad de Córdoba, el bacalao ya frío de repente, esos segundos de incredulidad y después aquel país en llamas, saltando y gritando, como a cámara lenta, con la voz rasgada de un uruguayo al fondo, tras haber, por fin, derrotado a los ingleses.

Adiós Diego Armando Maradona. Descanse en paz Diego Armando Maradona. Vivirás con nosotros, vivirás en nosotros, cómo solo pueden hacerlo aquellos que, con su talento, modifican nuestras vidas. Gracias por todo, gracias por tanto, Diego Armando Maradona.

Foto: Getty Images

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