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La Galerna

·23 April 2024

Humanos contra robots

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El madridista es un ser tan apegado al drama que ni aun en la semana más extraordinaria posible es capaz de dejar de sentirse agraviado por algo: esta vez fue que Ancelotti, que como todo el mundo sabe no es más que un mangas, se fumó un puro antes de dar la alineación titular del partido contra el Barcelona y se emperró en fastidiarle el domingo con cuatro matados dispuestos aleatoriamente sobre el campo. Por suerte estaba de Dios que el partido se ganara y el Madrid, de manera incomprensible si se atiende a la conversación pública mayoritaria de su fanaticada, liquidó el Campeonato Nacional de Liga con una apoteosis final bajo el videomarcador 360 y el faraónico templo del Nuevo Bernabéu.

El madridista, como digo, se alimenta de posca, como los legionarios romanos. Aquellos viejos soldados que conquistaron el mundo mezclando el agua con el vinagre. El medio litro diario de posca formaba parte de la soldada y les ayudaba a matar las bacterias y microorganismos de los ríos y corrientes de agua donde el ejército se abrevaba durante las marchas. Ellos tenían prohibido el vino, que era cosa de ricos y que a la plebe se le obligaba a dejar para las celebraciones. Posca fue lo que el legionario de la Biblia le dio a beber a Cristo en el Gólgota y mucha gente, hoy, es como si quisiera saciar su necesidad continua de Gólgota con el día a día de la institución más gloriosa de España. Que ya son ganas.


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“La victoria en la guerra no es repetitiva”, se dice en El arte de la guerra, por eso el Madrid vence recurrentemente sobre las multitudes porque adapta su forma según el adversario

El madridista parece que necesita de esa acidez para regularse el ph del alma y sin embargo opina como si, en efecto, padeciera de terrible disentería. En este caso se diría que el posca no cura, sino que agrava. Como la capacidad de crítica lacerante es una característica inherente de los grandes imperios a uno no le queda más remedio que callarse aunque, no obstante, en lugar de posca lo que apetezca es abrir el champán. Sobre todo tras goles como el de Bellingham la otra noche.

Sei bella come un gol al 90!, reza una de las pintadas más famosas de la historia. La verdad inserta en el grafiti es incontestable y los madridistas la conocemos bien. Pero esa verdad también es una mijita incompatible con el hecho de andar quejándose todo el tiempo e, ítem más, con la sonrojante creencia en que cualquiera sabe más que el viejo zorro de Ancelotti. Por suerte no todo el mundo es igual y como el propio Carletto dijo en rueda de prensa, no vi a muchos madridistas lamentando el modo en que el Real derrotó al Manchester City el pasado miércoles, aunque, como dice mi panadera con ese aún maravillosamente rico español de ultramar, el Madrid nos tuviera pariendo durante dos horas largas.

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La historia de esta semana pasada, que ya quedará para siempre en los anales sentimentales de la generación más joven de madridistas, esos criados en el threepeat de Zidane y los mil goles de Cristiano Ronaldo, es la historia del combate a muerte y de la victoria de los humanos sobre los robots. En el Etihad el Madrid se enfrentó al futuro y lo derrotó. A cada minuto que pasa el partido del multicampeón de Europa crece y crece más aún, se agiganta hasta desbordar los límites de la crónica y del recuerdo y desplazarse hacia el terreno luminoso de la epopeya. Fue un cantar de gesta. La Inteligencia Artificial diseñada por Guardiola, más que nunca un gurú de Silicon Valley con esos jerseys finos y oscuros de cuello vuelto, esa calva de médium del Multiverso y ese control omnímodo de las cámaras y de la fotogenia, se estrelló contra lo más antiguo que hay en el mundo: un grupo de hombres maltrechos, cansados y algo torpes a medida que transcurrían los minutos y el cansancio se hacía piedra en sus músculos, que arracimados como mejillones en batea alrededor de una idea heroica resistieron más allá de lo explicable racionalmente el embate perfecto de un dispositivo de succión total vestido de color celeste.

La historia de esta semana pasada, que ya quedará para siempre en los anales sentimentales de la generación más joven de madridistas, esos criados en el threepeat de Zidane y los mil goles de Cristiano Ronaldo, es la historia del combate a muerte y de la victoria de los humanos sobre los robots

Doblados y golpeados, como el junco, pero nunca rotos, el Madrid se condujo con extrema valentía, pues sólo así, según Tzun Tzu, se puede fingir debilidad: “la victoria en la guerra no es repetitiva”, se dice en El arte de la guerra, por eso el Madrid vence recurrentemente sobre las multitudes porque adapta su forma según el adversario. Ante un poder totalitario como el del City, la versión más fiel del Barcelona que el mismo Pep levantó entre 2009 y 2011, el Madrid fluyó sin someterse adoptando una apariencia de vulnerabilidad. Los ciento un córners que sacaron los chicos de Guardiola apenas dañaron la superficie del Madrid y en el único que sacó el Real, hacia la mitad de la prórroga, la cosa terminó con una ocasión de oro para Rüdiger.

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Lo que escondía la roca de azul petróleo del equipo de Ancelotti en Manchester era una gema de fuerza ingobernable. Valdano, en una de sus perlas de sabiduría, no hizo sino parafrasear el viejo tratado chino sobre la naturaleza de los hombres: el fútbol es un estado de ánimo. El estado de ánimo del Madrid cuando entra en trance es el del que no ha ganado nunca nada pero ansía tenerlo todo: como dice Hughes, el equipo se despoja de todas las Copas de Europa para ir a por una nueva. Esta transformación es única, por eso el Madrid no juega al fútbol, sino que representa en toda su crudeza la misma vida, como el teatro trágico clásico. El madridista vinagre, el merengón bebedor de posca, es un pobre infeliz por el simple hecho de no reconocer esto, de no ser capaz de intuir lo que su equipo no hace más que empeñarse en mostrarle. Por esa razón acaba reduciéndolo todo a banales análisis, a estadísticas y suposiciones esquemáticas que no tienen cuento porque al fin y al cabo ni él ni nadie ve los entrenamientos ni está en la cabeza de los entrenadores o de los jugadores. Tomarse al pie de la letra lo ordinario de los acontecimientos es de una tremenda vulgaridad. El Madrid, como todas las cosas importantes de la vida, hay que sentirlo.

El Madrid no juega al fútbol, sino que representa en toda su crudeza la misma vida, como el teatro trágico clásico. El madridista vinagre, el merengón bebedor de posca, es un pobre infeliz por el simple hecho de no reconocer esto, de no ser capaz de intuir lo que su equipo no hace más que empeñarse en mostrarle

Agarrados a la cola del cometa, el Madrid destruyó las últimas ilusiones de La Xavineta en medio del caos y del cansancio. Desoyó la acidez por la alineación y en uno de esos vestíbulos ideados por los califas orientales de la Edad Media para aturdir y deslumbrar a los visitantes, al entrenador Javi le cayeron encima la Historia y el karma.

Tengo la sensación de que desde hace un lustro el Madrid se está emancipando no ya del Barcelona sino de España y que se está transformando en una megaestructura cuya metáfora es el nuevo estadio, mole neobrutalista donde el acero y la luz juegan para elevar el alma del que contempla hacia estadios superiores de lo sensorial. El Barcelona, como la fraudulenta Liga que no cuenta con tecnología inmediata para aclarar goles fantasma pero sí con árbitros que pitan el final de un partido mientras la pelota sobrevuela el área buscando la cabeza de quien la remate, se está quedando abajo, cada vez más lejos, como si fuera chatarra espacial alejándose del centro de gravedad del Universo. Pequeñito, pobre, cutre, girando sobre sí mismo en el fondo de un cubo de la basura, mientras la atención de los niños marcha otra vez hacia el primer partido del mundo, un Madrid-Bayern que, seis años después, nos regala la vida para que regresemos al origen del tiempo. Por más que se fastidien los vinagres.

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