La Galerna
·23 December 2024
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El domingo por la tarde, rondando las cinco, Federico Valverde, incansable y feroz, volvió a meter un gol de trallazo. Ya van unos cuantos en esta liga y en su propia carrera, todavía sin embargo tan corta, por lo joven. El uruguayo sólo tiene veintiséis años, que es la edad en la que Modric, por ejemplo, era poco más que un bonito mediapunta croata del Tottenham. Pero como Valverde juega con el Libro de los Salmos dentro parece como si tuviera la misma edad que la edad del cielo. El trallazo, trallón, obús o latigazo se ha vuelto definitivamente su impronta, lo que, de un golpe de vista, lo define como futbolista: el poder y la gloria, el relámpago y el pestañeo, el ruido y la furia.
El chut desde fuera del área puede que sea el primer gesto técnico propio del fútbol, es decir, el origen de todas las cosas. En el juego asociativo y horizontal que es el propio de nuestro tiempo, el trallón constituye desde luego un atavismo, algo anacrónico que pertenece a la noche del mundo. Es un residuo del estadio embrionario del foot-ball cuando aún era indistinguible del rugby. No obstante, a diferencia del kick de volea o de los kick up y kick under del juego matriz, que sólo sirven en último término para avanzar o ganar espacio en un terreno de juego tumultuoso e incontrolable, el shoot, en el fútbol, es intrínsecamente ofensivo e implica trazar, a menudo, el camino más directo hacia el gol, que es el fin último del juego.
En ese sentido y a pesar de su naturaleza atrabiliaria y poco democrática, el trallazo establece un primer orden civilizatorio en el caos del mundo: es el enaltecimiento supremo del hombre, que mediante un gesto de su voluntad somete lo aleatorio a su arbitrio, se adueña de la complejidad de la naturaleza, como cuando horada una montaña para tirar por el medio una carretera o cuando desvía el curso de un río para evitar su desbordamiento. Mediante el trallazo, el individuo conquista lo salvaje y exalta su Yo.
El trallazo, trallón, obús o latigazo se ha vuelto definitivamente su impronta, lo que, de un golpe de vista, lo define como futbolista: el poder y la gloria, el relámpago y el pestañeo, el ruido y la furia
El chut es por tanto la expresión de afirmación individual más importante que un jugador puede llevar a cabo en un juego que es eminentemente colectivo, razón por la cual el trallazo de larga distancia ha sido denostado recientemente, objeto del odio y del rechazo de los colectivistas. Con el trallón, el hombre se está emancipando de la disciplina del grupo y del rigor de un sistema. Está actuando por su cuenta, por libre, y también por ello está asumiendo las consecuencias de su acto. En un sistema donde las piezas son intercambiables y lo que prevalece es la Idea, a la cual deben someterse todas las decisiones, todas las voluntades y todos los espíritus, el error no tiene responsables y el libre albedrío, diluido en un marasmo, resulta un cauce vacío. El que agarra la pelota y le pega un bimbazo desde Fernando Poo queda totalmente expuesto si, como suele pasar, el balón se marcha muy lejos de la portería contraria. Queda pues en ridículo ante el mundo y, sin embargo, ha afirmado plenamente su independencia. Chutar desde fuera del área es un acto propio de hombres libres.
El trallazo es también un desplante taurino, el dejarme solo de los futbolistas. Es una reacción visceral contra lo adverso, la protesta más elemental y genuina contra el curso de los acontecimientos: un niño, cuando chuta, vislumbra la posibilidad de convertirse por sí mismo en el rey del mundo. Con el disparo a trallón da un machetazo en la selva y arroja claridad donde sólo había tinieblas. Hubo un tiempo en que la secta cruyffista condenó el trallazo como una modalidad de violencia fascista que nada tenía que ver con esa supuesta naturaleza adánica del fútbol, que ellos preconizaban trasunto de la Arcadia feliz de la que el hombre fue robado tras el pecado original. Pero el Universo no es una comuna hippie sino un lugar hostil, hermoso y siniestro en el que el hombre debe abrir todas las puertas, o perecer. El chutazo, el obús, es romper de un tajo el insoportable nudo gordiano, como hizo Alejandro Magno, o salir del laberinto por arriba volándole al Minotauro la tapa de los sesos.
Chutar desde fuera del área es un acto propio de hombres libres
Pensaba el otro día que en el fútbol moderno, con la vejez de Cristiano y de Messi, el free-kick o golpeo de falta se está perdiendo como se perdieron los porteros con gorra y jersey de cuello alto o la costumbre que tenían de blocar. El guardiolismo convenció al mundo de poder ganar los partidos alcanzando, mediante paredes y combinaciones infinitas, la raya de gol hasta dar el pase a la red. Pero esa es una concepción profundamente equivocada de las cosas. Valverde, como el futbolista antiguo que es, lleva dentro la raíz del juego. Es un cirujano de hierro y no el portavoz de una meliflua mayoría parlamentaria como todo lo que sale de La Masía. Es un todocampista británico que chuta como Le Tissier y que tiene los pulmones amazónicos del Negro Varela, además del pie de Schiaffino, que puso Maracaná boca abajo antes de que las leyes de la socialdemocracia proscribieran el trallazo de los libros escolares.
El trallón tiene algo misterioso que fascina, se queda uno mirando embobado cómo vuela el balón describiendo en el aire una trayectoria enigmática y divina, como la de las flechas que lanzaba Guillermo Tell con su arco buscando eternamente la manzana. No es, efectivamente, muy democrático el trallazo, pues es la solución antiburocrática, del hombre que empuña una escopeta en el porche de su casa, mira de frente la oscuridad y se sacude el miedo con un gesto instintivo. El trallazo es un trueno de Júpiter que acalla todas las conversaciones. Con él, el jugador que chuta pone su fuerza y su técnica en manos del destino; no pretende, como el pontífice del pase horizontal, esculpir a su antojo la naturaleza sino que comprende la estupidez de semejante afán totalitario y abraza lo incontrolable de las fuerzas que mueven el mundo y las cosas. Y confía ciegamente en que le sonría su buena estrella, fe por antonomasia del aventurero y del hombre de acción.
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