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·7 July 2025

El día en que el fútbol se quedó sin luz

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EL DÍA QUE EL FÚTBOL SE QUEDÓ SIN LUZ

Siete de julio. En el calendario nacional, fiesta de San Fermín. En el calendario madridista, duelo perpetuo. Porque ese día, en 2014, se apagó la vida de Don Alfredo Di Stéfano. Y con ella, algo más que un hombre, algo más que un mito, algo más que una leyenda. Se fue el corazón antiguo del Real Madrid, el primer latido fuerte de un club que ya había nacido grande, pero que con él aprendió a mirar al horizonte con hambre, con orgullo, con una voluntad inquebrantable de victoria.


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Se fue el que enseñó al mundo que la camiseta blanca no se arruga, ni en Viena ni en Glasgow, ni en Chamartín ni en el infierno.

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Siete de julio. El verano madrileño se volvió gris, y los balcones del Bernabéu quedaron huérfanos de su sombra. Quienes lo conocieron dicen que tenía mirada de general y sonrisa de amigo; quienes lo vieron jugar, aún hablan de él con un respeto que sólo inspiran los elegidos, los que cambian el juego, los que no pasan, sino que fundan. Porque eso fue Don Alfredo: el fundador del Madrid eterno.

Me cuenta nuestro querido Javi (Javidatos, @RMadriddatos ya saben), que cuando él empezó a ir al estadio solo, con 9 o 10 años, los aficionados le decían una frase lapidaria… “Chaval, tu no has visto jugar a Di Stéfano”. Efectivamente, ni Javi (ni yo) vimos jugar a la saeta rubia, no vimos el fútbol total hecho pincel y lienzo sobre el terreno de juego pero, después de años de estudio y conocimiento, tanto Javi como yo hemos llegado a valorar la dimensión que este hombre rubio, flaco y listo como el hambre, tuvo en el devenir de la historia del fútbol y, por ende, en la historia del Real Madrid de nuestros amores.

A veces nos cuesta explicar lo que fue Di Stéfano. Tal vez porque todo se nos queda corto. Las palabras no bastan, los números tampoco. Lo ganó todo, sí. Cinco Copas de Europa seguidas y marcando en todas y cada una de las finales, ocho Ligas, más de 300 goles. Pero lo verdaderamente escandaloso no está en la estadística, sino en la actitud. En cómo transformó el fútbol europeo con una manera nueva de entender el juego: la de bajar, subir, pasar, rematar, recuperar, ordenar, gritar, animar, exigir. Una mezcla de genio y soldado, de relámpago y yunque. El equipo era él y él era el equipo.

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"Un jugador completo", decían. No, el más completo, el primero en abarcarlo todo. Di Stéfano fue el arquitecto de un Madrid universal, pero también fue el albañil, y el pintor, y el vigía en la torre. Y el que barrió el vestuario si hacía falta. Jugaba donde hiciera falta, cuando hiciera falta, como hiciera falta. Y siempre para ganar.

No es sencillo escribir sobre él sin emocionarse. Porque no hablamos de un recuerdo, sino de una raíz. Di Stéfano no es pasado, es fundamento. Sin él, el escudo del Real Madrid sería otro. Sin él, tal vez no habría tantas Copas de Europa en la vitrina, tal vez no habría esa palabra que nos acompaña como una obligación moral: ganar, ganar siempre. ganar con nobleza, con ambición, con trabajo, con orgullo, ganar como él nos enseñó.

Los madridistas que no lo vimos jugar lo veneramos como un mito. Los que sí lo vieron lo veneran como un Dios. No uno de esos dioses lejanos que miran desde el cielo sin mezclarse en la tierra, sino uno de esos que sudan con los hombres, que se manchan de barro, que se parten el alma por los suyos. En eso se parecía a don Santiago Bernabéu, hombre de palabra rotunda y carácter acerado. Con ellos dos se levantó la edad de oro del Real Madrid, el templo, el credo.

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El día de su muerte, el Estadio Santiago Bernabéu enmudeció, se pararon las escaleras mecánicas, se apagaron los focos, el césped se quedó inmóvil, como un niño que ha perdido al padre. Miles de aficionados peregrinaron para despedirle, gente mayor, jóvenes que solo lo conocían por los vídeos, padres con hijos de la mano. Todos lloraban, todos, con una pena que no era sólo fútbol, era historia, era identidad, era familia, porque Don Alfredo no era sólo nuestro, era de todos, era del mundo del fútbol, y todos sentíamos que se iba una parte del nuestro alma.

El féretro, cubierto con la bandera blanca. Las flores, las bufandas, los rezos silenciosos. Todo Madrid estaba allí, aunque no pudiera estar, porque el madridismo no se mide en cuerpos presentes, sino en corazones, y ese día el corazón del club latía lento, dolido, roto.

A veces me pregunto qué pensaría él de este Real Madrid que ha seguido agrandando su legado. De la Décima, que apenas pudo ver; de la Duodécima, con ese juego coral en la segunda parte de Cardiff; de la Decimotercera, al ver la picardía de Benzema y la chilena de oro de Bale; de la Decimocuarta, con aquellas remontadas inverosímiles, de aquellos chicos que besan el escudo después de levantar la Copa de Europa, su Copa de Europa. Me gusta pensar que sonríe, en esa especie de palco celestial donde habitan los inmortales del balón. Me gusta pensar que sigue siendo exigente, que sigue marcando el camino, que se sigue cabreando bramando en arameo y que sigue feliz con cada triunfo blanco, porque él no era de celebraciones largas, era de volver a entrenar al día siguiente.

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“Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”.

Su sentencia más acertada, su frase mito, su legado en forma de palabra. Una frase que no es una frase hecha, sino la  brújula de todo madridista que se precie. Regla sagrada de una religión que no admite herejías.

Cada siete de julio, el madridismo se detiene, se inclina, guarda silencio. No hay bromas ese día, no hay burlas ni memes, ni guerras futboleras. Sólo hay respeto, memoria y una tristeza serena, digna, blanca como su camiseta. Porque él fue el principio de todo, el primero que encendió la lámpara de la gloria. Y cada vez que el Madrid brilla, cada vez que el himno de la Copa de Europa suena, en cada gol de Vinicius, de Modric, de Bellingham, hay un eco que viene de atrás que nos dice: "Esto empezó conmigo,  cuidadlo, honradlo, no lo traicionéis."

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Y no lo hacemos, Don Alfredo. O al menos lo intentamos. porque su legado es nuestra promesa, porque su nombre es una obligación, porque usted no es pasado: es brújula. Es columna. Es raíz.

Siete de julio. El día en que el fútbol perdió a su rey, el día en que el Real Madrid perdió al padre que lo hizo eterno.

Pero hay cosas que la muerte no puede tocar.

Una de ellas es usted.

Gracias, Saeta.

Siempre.

Me despido como siempre, como supongo le gustaría al hombre que honramos. Ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida. ¡Hala Madrid!

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