
La Galerna
·7 July 2025
De García a García y de la excelencia a la pachorra

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·7 July 2025
Estoy satisfecho por el pase a las semifinales, pero cabreado aún, y como una mona, por la actitud del equipo en la segunda parte y, sobre todo, en los minutos finales del encuentro. Mucho. No se puede consentir el espectáculo dantesco que se vio en el MetLife Stadium de East Rutherford, New Jersey, al lado de la Estatua de la Libertad. Vale, libertad sí, pero el libertinaje deportivo del sábado no, eso no, queridos lectores.
El Real Madrid está en la semifinal del Mundial de Clubes. Esa es la noticia, esa es la portada, esa es la razón por la que algunos se fueron el sábado a dormir con una sonrisa y una copa de vino. E hicieron bien, pero, ¡ay!, amigos, entre el vinito de la victoria y el vinagre del análisis, hay un océano de diferencia, y en ese océano, navegado a ratos como un acorazado imperial y a ratos como una balsa a la deriva, se disputó un partido que pasará a la historia no sólo por el marcador (3-2), no sólo por el rival, ese Borussia Dortmund que ya es histórico del fútbol europeo, no solo por el pase a la final, sino por haber sido un ensayo general de todo lo bueno, lo malo y lo mediopensionista que puede ofrecer este Real Madrid.
Durante treinta minutos, el Real Madrid fue el Real Madrid. Y no un Real Madrid cualquiera, sino uno con regusto vintage, uno que evocaba a los García ochenteros, a ese linaje inagotable de currantes, zurdazos y pulmón, a esos jugadores con cara de haber salido de un Seat Panda para jugar, nada menos, que una final de la Copa de Europa.
Fueron minutos gloriosos, el balón se robaba arriba, con la precisión de un prestidigitador y la fe de un seminarista. El Dortmund no salía, no es que no pudiera, es que no sabía. Estaba rodeado de camisetas blancas, de presión, de asociaciones rápidas, de fútbol vertical. Un baño táctico con toalla caliente y masaje tailandés.
Y entonces, como si el universo tuviera sentido del humor, marcaron dos García. Sí, Gonzalo y Fran. El uno como si llevase trescientos partidos con la camiseta del Madrid; el otro, como si su nombre hubiese estado escrito en las baldosas del Bernabéu desde 1981. Fue hermoso, fue emotivo, fue merengue en estado puro. Una aparición mariana de la cantera, una resurrección del Madrid de los García, pero en versión 2.0.
Pero entonces… llegó el cooling break. Y, con él, el apagón.
fue un partido que pasará a la historia no sólo por eel pase a la final, sino por haber sido un ensayo general de todo lo bueno, lo malo y lo mediopensionista que puede ofrecer este Real Madrid.
A partir del minuto treinta, el equipo se tiró al sofá mental. Se acabó la presión, se acabó la circulación de balón, se acabó la ambición. El partido, que olía a 4-0 y a monólogo imperial, se transformó en una sesión de jazz mal entonado: pases imprecisos, líneas demasiado juntas (las del Dortmund), líneas demasiado separadas (las nuestras) y un lenguaje corporal más propio de un sábado por la mañana que de unos cuartos de final de Mundial.
¿El Dortmund? Un equipo flojo, blandito, un rival que parecía una peña de amigos con buena voluntad y poco veneno. Pero no hace falta mucho para meter mano a un Madrid en Babia. Y ellos, torpes pero vivos, intuyeron que se podía hacer daño, como los niños que descubren que el perro de la casa es muy grande pero no muerde.
El segundo tiempo fue un calco del final del primero, pero con más bostezos. El Real Madrid jugaba con el freno de mano echado y la ventanilla bajada, las oportunidades desaparecieron, el balón circulaba con pereza y el equipo se fue metiendo atrás con una mezcla de arrogancia y dejadez que debería estar penada por el Código Penal y por la historia del club.
Llegó entonces el 2-1, como llega siempre en estos casos: por error, por relajación, por mirar el móvil antes de que suene la campana. Un fallo de esos que uno no se explica, un momento de “¿pero qué está pasando aquí?”. Y de repente, susto, porque el 2-1, aunque no parecía mortal, reanimaba a un Dortmund que ya pensaba en las duchas.
Por fortuna, apareció Mbappé. Golazo, absoluto, media chilena de ensueño, una obra de arte en mitad de la nada, una puñalada hermosa, un recordatorio de que la camiseta blanca aún alberga genios capaces de marcar diferencias incluso cuando el equipo se comporta como si ya estuviera en la cena de gala. 3-1. Se acabó, fin del partido. Y todos a casa. ¿No?
Pues no.
Lo que ocurrió a continuación debería proyectarse en las escuelas de fútbol como ejemplo de lo que nunca debe hacer un equipo campeón. Porque provocar un penalti tras el saque de centro tras marcar el 3-1 es de un surrealismo que haría palidecer a Buñuel.
Pasaron como Pedro por su casa. Como si el campo madridista fuera una avenida peatonal de Dortmund, sin oposición, sin piernas, sin alma. Y claro, penalti. Expulsión de Huijsen, que venía haciendo un buen partido, y 3-2. ¿Era justo? No. ¿Era evitable? Totalmente. ¿Era indignante? Absolutamente.
Y aún quedaba el último susto. El último guiño al desastre. Un balón suelto, una internada en medio de la defensa, un remate, y entonces apareció Courtois con su guante providencial. Esa mano que vale finales, esa parada que en otro contexto sería heroica… pero que hoy, sinceramente, fue una bofetada a la complacencia del resto.
El Madrid está en la semifinal, nos espera el temido PSG, el Campeón de Europa. El Real Madrid, con todos sus García, su Mbappé, su Vinicius y su Courtois, puede comerse el mundo. Pero lo que no puede permitirse es jugar media hora como un gigante y sesenta minutos como un turista, lo que no puede hacer es regalar confianza a rivales inferiores, lo que no debe volver a pasar es esta actitud de suficiencia, de “esto ya está hecho”.
Xabi Alonso tiene mucho trabajo por hacer; la pinta es buena; las intenciones, magníficas; la impresión, ilusionante, pero hay que trabajar, en los entrenamientos, en los partidos, en las charlas. El nuevo y flamante técnico blanco tiene curro, tiene que conseguir que esa media hora sublime del primer tiempo se extienda durante todo el encuentro, durante todos los encuentros, porque, amigos míos, somos el Real Madrid.
Porque en el Real Madrid no se relaja nadie. Ni con 3-0, ni con 5-1, ni en el calentamiento. Porque este club es exigencia, es honor, es sudor hasta el pitido final. Y porque, cada vez que alguien se olvida de eso, el escudo llora.
El sábado lo salvaron dos García, un Mbappé y un belga con capa. Pero mañana, quizás, no alcance. Y entonces, la historia no tendrá piedad.
Me despido como siempre, con la frase de mi amigo Javi, que estaba como yo, con un rebote que ni los de Tavares, ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida. ¡Hala Madrid!
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